¿Habéis observado alguna vez cómo se agrietan esos preciosos lagos helados en primavera? ¿Y cómo esos surcos comienzan siendo pequeñas e indecisas grietas, hasta llegar a convertirse en grandes fisuras que rompen el hielo y deshacen la solidez de sus aguas?
Es fácil teorizar. De hecho, estamos construyendo un amor de mentira a golpe de decreto teórico. Hoy en día proliferan los profetas de la ciencia, de lo comprobable, de lo que se puede pesar y medir.
Existen muchas soledades. De las peores, la de la decepción.
Todo en mí está cambiando. He pasado al otro lado: al del escritor, al del hacedor; y en él solo descubrí incertidumbres, sombras con las que jugar en la pared.
No me gusta hablar de límites ni de extremos. Me gustaría creer que aprendemos a movernos en los intermedios, entre los claros y los oscuros.
Me dejaron atrapada. En uno de esos terrizos habilitados para aparcar, asistí a un baile de máquinas sin corazón. Y no, no me refiero a los coches.
En ocasiones me pierdo. No sé cómo funciona este mundo. No del todo.
Sutil. Así se siente el alma cuando abandona el cuerpo.
Llevo años estudiando y practicando artes marciales. Las llevo muy dentro. Desde muy joven me atrajeron todas esas disciplinas donde dos chicos de ojos rasgados se miraban con desconfianza y danzaban por escenarios inverosímiles con coreografías aún más inverosímiles, sin dejar atrás que las voces eran espectaculares.
¿Cuántas veces no pudiste llegar a las expectativas? A las del trabajo, a las de la familia, a las de la pareja, a las propias...