Mi voz
Todo en mi está cambiando. He pasado al otro lado: al del escritor, al del hacedor; y en él solo descubrí incertidumbres, sombras con las que jugar en la pared.
Fui invitada a introducir mis manos -como palancas metálicas- y rasgar el tejido del tiempo para crear espacios de infinita posibilidad, saborear el horizonte y la quimera.
En esos mundos, donde en ocasiones el régimen es transitorio, descubrí lo ciega que estaba ante la dictadura del pleonasmo: esa concatenación de sinónimos a la que llamaba vida y que, al analizarlos, no decían nada.
La espiral -los años- se volvía densa y perdía espacio si caía en el error de aderezar de forma sistemática acontecimientos que, en segundos, podían resolverse.
La grandilocuencia de argumentos kilométricos pasó a ser narraciones breves, concisas. Reales. Sin un uso excesivo de peculiaridades, las descripciones comenzaron a acotar más que a rellenar los ojos del lector. Engordar con paja lo que otro ha de devorar me comenzó a parecer de mal gusto, un intento de atención que me recordaba al del pequeño que tira de la camiseta para ser escuchado en plena catarsis egoica.
Tachar, reasignar, ordenar ideas… eso debía ser el trabajo previo: el contexto del texto.
Jugar con la sonoridad y la velocidad a través del verbo, -que es el que introduce acción, movimiento y aire-, para dejar descansar al sustantivo, al denostado adjetivo y, por supuesto, al innecesario adverbio.

Lo concreto se volvió un manjar: una delicia degustada por quienes buscaban en boca una experiencia con textura de mousse. Las palabras ya no se quedaban pegadas al paladar ni a la mente; el flujo era fluido, sonoro, orgánico.
Parecía que ese mundo -el de la palabra- me estaba construyendo. Una franja ajena al régimen autoritario de la paja, iba cobrando fuerza, y yo me sentía más cómoda cada vez en mí. Entre sus paredes podía oír mi voz, sin tanto eco de voces ajenas.
El sonido se volvía limpio, como el de un manantial subterráneo que debía escucharse con los ojos cerrados, sin distracciones, focalizando en el verbo -que era el agua que brotaba- y en lo certero, que era lo que oía.
La purga de espíritu, la elección de karma, se hacía posible, y dejaba atrás los gritos, los atropellos… todo aquello que hacía que mi ser caminara sonámbulo, a pique de caer al vacío.
La tela de araña se volvía menos peligrosa; ya no atrapaba mi intención y podía discernir entre lo propio y las trampas de lo que no debía habitar. La ética de aquel espacio se volvía sólida, no rígida, y en su felpudo una palabra invitaba a entrar: Bienvenido.
(Del latín vulgar bene venītus: “Que tu llegada sea buena”.)