Tener una idea no es escribir

Tener una idea no es sinónimo de escribir un libro.
Que te invada la mente un impulso, una imagen, no es un proceso creativo. De hecho, tenemos miles de ideas al día, y no todas se llevan a cabo. Que uses la inteligencia artificial para reducir el proceso a segundos, eludiendo lo arduo —lo que gesta y pare, lo auténtico— no es crear una obra. Pensar no es actuar, aunque te vendan lo contrario.

Me estoy encontrando con tantas personas que me dicen eso: «He tenido una idea de libro», que no pude más que escribir este texto para intentar corregir el rumbo de esta confusión generalizada o, al menos, invitar al lector que llegue a estas palabras a detenerse un momento y pensar. Si ha calado tanto, es porque algo estamos haciendo mal.

Desde siempre, en la historia de la literatura —igual que en otras artes— existieron personas que escribían para otros. Expertos del lenguaje que hacían la parte difícil: el proceso.
Recopilaban información, marcaban los tiempos y la estructura, trabajaban con disciplina, con una idea clara del resultado final. Mientras tanto, el llamado “autor” solo tenía una intuición, un esbozo, una revelación. Un capricho.

Solían ser personas adineradas con poco talento, pero mucho ego, que consideraban un honor ver sus palabras —aunque no fueran realmente suyas— plasmadas en lo físico, como un modo de inmortalizar su supuesta grandeza.

Esta práctica, la del negro literario, comenzó a consolidarse en el siglo XVIII, especialmente en los círculos intelectuales y aristocráticos de Europa. Sin embargo, sus raíces se remontan incluso a la Antigüedad: ya en Roma, algunos autores contrataban escribas o retóricos para componer discursos o poemas bajo su nombre. Con el tiempo, el fenómeno se institucionalizó en el mundo editorial moderno, sobre todo en el siglo XIX, cuando la autoría empezó a tener valor comercial y simbólico.

Hoy día se sigue practicando, pero lo hemos sustituido por la inteligencia artificial: una máquina que siempre complace, disponible para cualquier tipo de creación, que siempre tiene algo bueno que decir sobre tus palabras.
Equiparar a un escritor con alguien que irrumpe con palabras prestadas —elegidas algorítmicamente— para recrear el proceso humano de sacar de la nada y crear mundos completos, me parece un juego vudú.

Un texto muerto caminando entre vivos, un zombi literario irrumpiendo, compitiendo con otros que nacen, crecen, se reproducen y no mueren. Un ser inerte que vino de una chispa, de un impulso, como vienen las cosas pasajeras en el tiempo.

En ese momento, cuando lees líneas diseñadas y preguntas a la persona —en muchos casos confundida y ofendida—, no sé cómo maneja de manera ética el tema. No nos han enseñado a esto.
Y me pongo en el lugar del negro, del que escribía a mano. Ahora no se valora ni eso. Ha perdido fuerza la transmisión para ir directamente, y sin freno, hacia la máquina de producir historias.
Como un aparato al que se acude para obtener respuestas, olvidando lo que era pedir consejo a los oráculos en plena noche, a la luz de las llamas.

Hemos vuelto el proceso creativo algo aséptico, higiénico, donde nadie se mancha. Correcto y ordenado. Perfecto para producir... y consumir.
Ya ni siquiera se busca estremecer, incomodar, hacer que la carne se tense ante lo verosímil. Se busca el resultado, y más lejos aún, el beneficio.
El proceso —eso tan humano— se ha ido olvidando, a propósito siento decir, para que los que no fueron versados en la palabra puedan irrumpir con sus cadáveres literarios.

Puede que sea demasiado directa, que esto incomode y no caiga en gracia de algunos que ya comenzaron su andadura por esos lares donde el píxel brilla, pero no pretendo ser complaciente, no con este tema.

Tener una idea no es escribir un libro. Tener una idea no te hace dueño de nada, ni de la idea misma, pues en el mundo de las ideas todos nos movemos, pero pocos son los que se sientan, junto a las musas, y comienzan un viaje sin vuelta atrás, para finalmente resolver ese diálogo en algo tan preciado como es un libro.