Tres de terror (y 3): La función siempre sigue
La feria llegó una noche sin aviso, como si hubiera brotado del suelo. Entre los solares vacíos, las luces parecían ojos que observaban. El aire olía a grasa vieja, azúcar derretida y sueños incumplidos.
Ella fue porque todos fueron. Porque la rutina necesitaba un respiro. Pero odiaba a los monstruos que allí se mostraban.
Las atracciones eran como visiones deformadas de una realidad grotesca: el hombre pez que tragaba cuchillos, la mujer barbuda que bailaba sobre vidrios, el mago exótico que prometía desaparecer a cualquiera que se atreviera. Las risas del público sonaban enlatadas, algo que no era alegría sino miedo ansioso compartido.
En el extremo, apartada de todo, estaba la carpa azul. Un cartel pintado a mano anunciaba en su entrada: “Lo prohibido. Lo que no debería verse.” Las letras parecían aún húmedas, como si alguien las hubiese escrito recientemente.
Ella, sintiendo repugnancia por lo que veía, entró. Dentro de esa carpa, el aire estaba denso, caliente. No le agradaba. En el centro, sobre una mesa de madera astillada, una caja roja brillaba. Una voz —no humana— susurró:
—Mira en la caja si te atreves.

Menospreciando a esa voz, miró.
Dentro no había nada de valor. Su reflejo sobre un espejo que se retorcía. Se vio vieja, enferma, cruel. Se vio riendo con los otros, señalando a los deformes del espectáculo del circo. Se vio juzgando, apartando la vista para no sentirse igual de imperfecta.
La caja le devolvía lo que ocultaba bajo la piel: la vanidad, el asco, el miedo.
Sintió entonces cómo la carne de su cuerpo se le ablandaba. Sus dedos comenzaron a disolverse en hebras dulzonas. Un perfume a azúcar quemada llenó la carpa. El público —que ahora la rodeaba— la observaba con fascinación.
Los deformes, los que ella había despreciado, sonreían con ojos vidriosos de euforia.
—No te preocupes —dijo una mujer con tres ojos y una voz suave—. Nadie escapa del espectáculo. Solo cambia.
El cuerpo de la visitante se elevó, girando lentamente, convirtiéndose en una nube rosada que brillaba bajo los focos del circo. Un algodón de azúcar perfecto, rosado y ligero.
El público, inconsciente, aplaudió, mientras los monstruos la desmembraban a jirones, saboreando su dulzura, y repartiéndola entre los espectadores.
Afuera, la música seguía. Las luces titilaban. La carpa azul cerró sus cortinas, y ella desapareció entre los dientes de los que la degustaron. La función terminaba, pero la carpa esperaba al siguiente curioso. En la entrada, el cartel había cambiado. Ahora decía: “La función siempre sigue.”