Baile de hojalata
Me dejaron atrapada. En uno de esos terrizos habilitados para aparcar, asistí a un baile de máquinas sin corazón. Y no, no me refiero a los coches.
Mientras miraba cómo mi coche quedaba rodeado por los cuatro flancos, imposibilitando cualquier salida -no sin rozar algo o llevarme algún retrovisor-, presencié una escena aún más sobrecogedora.
Una mujer, recién llegada a este baile de hojalata mal dispuesto -como si el niño Dios hubiese jugado con su parking de coches de colección-, encuentra un aparcamiento. No muy lejano, justo en la tercera línea que tenía a todos los coches de mi fila recluidos.
La señora, muy prudente, aparca. Despacio, sin levantar mucho polvo. Apaga las luces. Saca las llaves. Abre la puerta. Sale. Cierra la puerta. Mira su coche. Mira el coche de enfrente. Observa cómo ha dejado encerrado al coche justo delante de sí. Duda. Se detiene. Mira su teléfono. Mira a un lado. Mira al otro. Mira de nuevo el teléfono.
Y se va…
Imagino a Sócrates, ante esto, aplastando la cicuta, relamiéndola entre los labios y pensando:
—Para qué discutir.
Platón, a lo lejos, sobre un montículo de arena, con su Orbea y su chándal de colores fluorescentes, se calza un anillo dorado, mira al cielo y con su dedo índice bien erguido dice:
—Te lo dije, Sócrates.
En La República, Platón relata el mito de Giges, un pastor que encuentra un anillo mágico que lo vuelve invisible. Libre de consecuencias, Giges seduce a la reina, asesina al rey y toma el poder. Con esta historia, Platón lanza una pregunta brutalmente vigente:
¿Es alguien justo por naturaleza o simplemente porque lo están mirando?
La señora del aparcamiento es solo un ejemplo más. No fue invisible, pero actuó como si lo fuera. El resultado de este micro evento es que la duda sobre la naturaleza humana no está en la moral que profesamos, sino en el control que ejercen sobre nosotros.
¿Habría buscado la señora otro aparcamiento y dejado vía libre al pobre que tenía delante?
Son tantas las preguntas que surgen, que me hacen pensar que la visibilidad no es lo que nos cohíbe, -presupongo que se habría excusado en que los demás también lo hacían-sino el temor a una repercusión o amonestación.
Si alguien hubiese ordenado ese parking del infierno por nosotros, ¿hubiese sido mejor que lo que no supimos resolver nosotros mismos en libertad?
Entonces, ¿es un problema de naturaleza o de manejo de la libertad?
Hay un proverbio japonés que viene a decir algo así: "Aunque nadie te esté mirando, tú sí te ves a ti mismo".
Y ahí está la clave. Si el individuo aplicase este sistema de vigilancia interior, -una mirada propia, ética, atenta-, no necesitaría a nadie capitaneando su moral. Sería libre. Sabiendo que ser libre requiere un compromiso social e individual. No deshonrar nuestra propia memoria con actos que, en el fondo, sentimos deshonrosos y tacharíamos en los demás.
Valorar nuestra integridad como un bien superior incluso al de la libertad. Porque esta puede permitirnos actuar de muchas formas, pero la integridad pertenece solo a quien se mira a sí mismo con amor y con respeto. Es alguien que pudo irse aquella noche, tras aparcar sin mirar atrás… y no lo hizo.
Por suerte, esa señora en aquel endemoniado parking, -a la que sí avisé de la situación mientras mi coche seguía atascado-, regresó. Sacó su coche de donde lo había dejado, y lo aparcó en otro lugar en el que no obstaculizaba a nadie más. Ahí volví a creer en la integridad del ser humano. ¡Chúpate esa, Giges!
Aunque, ahora que lo pienso, ¿habría actuado así de no haberle dicho nada?