Anatomía de la decepción

Existen muchas soledades. De las peores, la de la decepción.

Es una soledad que te asalta como un fugitivo, a punta de navaja, y te obliga a mirar lo que no quieres ver. Lo que dormitaba, despierta desde las profundidades, esperando ser revelado.

Pocas veces la vida te premia con la versión contraria -por desgracia-, en la que alguien sorprende. La tendencia es hacia la entropía, la desorganización, al rompimiento del eje del carromato. Todo descarrila en algún momento; sólo que la decepción se ubica en un punto crucial del camino, en uno que interrumpe el flujo y convierte las ruedas en una cuadratura imposible de mover. Ahí, parado.

Sin levantar polvo en el camino, dejando clara la imagen. Nítida. Se abre el espacio hacia lo que sé que es, hacia lo que, entre las pestañas, nos abre a la realidad.

En ese momento, la decepción saca su mano de cirujano y disecciona en nosotros lo que debía ser… y no será. Amputa, sin anestesia, partes de nosotros que se van, que nos abandonan, en una maniobra tramada por la misma Maya.

Las reglas del tiempo se quiebran, y se frena cualquier avance. El futuro deja de existir, y en su lugar no hay más que una habitación de tonos neutros con un jarrón relleno de hojas secas.

Nada en ese espacio parece necesitar aire, como si estuviera precintado al vacío, y los pulmones dejaran de tener función. El corazón se enquista, y se cubre con un agente viscoso del color del alquitrán. Todo colapsa.

Entra en EPOC asistido por una mente que no sabe qué está pasando. La locura, por un momento, toma las riendas, y dibuja escenarios llenos de posibilidades. Ninguna es la correcta.

La tentación de huir de ahí es fuerte, persistente. Mucho tiempo mirando al sol podría derretir las córneas de la verdad. Solo, admirando la inmensidad de la nada, precipitas lo poco que queda de aliento para emitir unas pocas palabras. Pero no salen.

Empujan en la garganta hasta el fondo del estómago, herniando la palabra en un arco circunflejo.

Todo apunta al naufragio. Ya lo sabes. Y, aun así, te zambulles entre las olas, pateas con fuerza para que no te termine de hundir.

Y te hundes.

Y tragas agua.

Y el agua está amarga.

Como el sabor de las sílabas que quedaron entre los dientes, esperando ser sacadas con el palillo de la compasión.

Frente a frente. Cara a cara. Con el pecho completamente sepultado en cal, aceptas que la soledad vino para mostrarte, para liderarte, para liberarte.

Y esa imagen que se escapa de entre las manos ya no es.

Se va.

No dice nada.

Sólo se va yendo.

Así, en gerundio, es como se viste la decepción. Elevando el grado de malestar a niveles de dolor existencial, de rozar el cielo para pedir clemencia, que todo pare, que no puedes más.

Y puedes, pero de otro modo.

La decepción es lo más parecido a la soledad. Y como de la muerte, no se regresa -porque, aun estando frente a alguien, y aunque pensemos que siempre estará- esta te arrebata su presencia cuando menos lo esperas, en un abrir y cerrar de ojos.

Y no hay vuelta atrás.