Ninguna parte

No me gusta hablar de límites ni de extremos. Me gustaría creer que aprendemos a movernos en los intermedios, entre los claros y los oscuros.

Pero pasan los días, pasa la vida, y dudo que no sea implícito a lo humano ese impulso de jugar al abismo -en sentido descendente y ascendente, de un lado y del otro- como si quisiéramos explorar el óctuple camino de las direcciones y ver hasta dónde podemos llegar en cada una de ellas.

Algunos caen, otros ascienden. Unos van a la derecha, otros a la izquierda. Hay quienes encuentran en las diagonales rutas alternativas, puntos de fuga a la linealidad, pero siempre forzando, consintiendo al anti-destino manifestar su paradoja en el tiempo.

Idealizamos la balanza. La cubrimos de oro, de plata, de cobre. Pero su mecanismo, aunque simple, sigue dejándonos sin respuestas: depende de que aprendamos a soltar y dejemos actuar sobre nosotros la fuerza de gravedad. No es el peso lo que la mueve, sino su falta de resistencia -o su exceso-, según queramos verlo.

La insatisfacción codicia carriles alternativos; nos desvía del pecado original para abrazar nuevos pecados -más capitales, más mundanos-, dejando a la sombra un asombro opacado. Ya no nos dejamos sorprender. Todo nos parece poco. Queremos más, y más, y más... Hasta  alcanzar el umbral donde se pierde lo humano, lo esencial.

Rozamos con la yema de los dedos aquello que otorga lo divino: desprendernos de falsas posiciones y ubicar, en el centro, el centro mismo del ser. ¡Qué rápido perdemos el norte al dirigir la mirada al sur! ¡Qué pronto caemos al pensar que no podemos volar!

Entretejemos derrotas formando un gigantesco telar, donde nuestras direcciones se difuminan, saltando nudos, enredando la malla. Rompiendo toda idea de uniformidad.

Quietud. ¿Qué tiene la quietud que se nos resiste? Como el silencio, parece ajena a nuestro ser. Nos obligamos a caminar, y en vez de caminar, corremos. Desgastamos la suela sin saber para qué, sin saber hacia dónde, y sin saber…

Y ahí, en algún extremo, descompensado nuevamente el tablero, movemos los dados rezando para que nos salgan los puntos justos, los que nos lleven hacia la otra esquina. Una lejana, que paradójicamente se recompensa al llegar al centro, que suele ser el final del juego.

Diseñamos un camino plagado de exigencias, todo para llegar y morir, desapareciendo en el triunfo de haber coronado el ansiado territorio de ninguna parte.

Extremos, límites, diques, compuertas: todo para sentir que llegamos a algún sitio, que cruzamos la meta, que superamos lo prometido, que cumplimos. Sin tener muy claro el qué, ni el por qué. Sin disfrutar del simple hecho de caminar, sin más, por ese término medio que nunca termina.

Y eso… eso nos aterra.