Tres de terror (1): No se nos está permitido

No se nos estaba permitido estar allí. En esta casa mohosa somos muchos, y aunque me siento atrapado, necesito buscar una salida.

El aire tiene el peso agrio de lo antiguo, de lo que lleva demasiado tiempo cerrado. Las paredes transpiran humedad y los pasillos parecen estrecharse a medida que avanzamos, como si la propia casa intentara retenernos.

En las diferentes habitaciones viven personas que comparten espacio con nosotros; las oíamos a través de las paredes, pero no las habitaban. Ecos de risas lejanas, pasos que no dejaban huella, puertas que se abrían sin motivo alguno.

Frente a esta puerta —la de siempre, la que no me deja dormir y a la que siempre acudo para intentar ver lo que pasa dentro— pego la nariz a la fría madera que separa la escena del interior de lo que acontece en aquel infinito y tétrico pasillo. Detrás, algo respira. Algo espera.

Todos estábamos agrupados frente a ese haz de luz que atravesaba y rompía la oscuridad. Ese día, la puerta estaba abierta; podía pasar y observar de cerca lo que ocurría. Me adentré, a sabiendas de que podía ser amonestado y llevado al sótano, aislado del resto.

A través de la ventana, la luminosa mañana vestía las motas de polvo como si fuesen restos de ángeles gravitando en la estancia. El silencio era casi sagrado. En el centro, un lienzo aún húmedo. Los últimos trazos, de tonos oscuros, contrastaban con el monótono ocre de las paredes.

Una cabeza canosa y poco poblada, recostada sobre un sofá biplaza azul, sostenía en sus orejas unas gafas a través de cuyos cristales ya no se veía nada.

A la izquierda, una flor de amapola pintada en el papel de la pared; a la derecha, una pistola aún humeante.

Parecía que habíamos llegado justo en el momento en que su vida se fugaba para cruzar el umbral. El olor a pólvora se mezclaba con el del óleo fresco, creando una mezcla dulzona y fúnebre.

No nos dejaban estar allí, pero ya estaba cerca, y la curiosidad no me iba a permitir marcharme sin ver la cara de aquel hombre que, entre óleos y aguarrás, decidió acabar con su vida.

Me puse frente a él. Miré sus ojos. Me reconocí en ellos. Era yo, en un futuro en el que tampoco había encontrado la manera de escapar.