Te quiero
Es fácil teorizar. De hecho, estamos construyendo un amor de mentira a golpe de decreto teórico. Hoy en día proliferan los profetas de la ciencia, de lo comprobable, de lo que se puede pesar y medir.
Pero… ¿quién clasificó el amor? ¿Esos mismos que quieren ponerle el peso de 21 gramos al alma? ¿Por qué esa necesidad de comprobarlo todo, de catalogarlo para poder decir “a ciencia cierta”: esto es así?
La primitiva manía de querer llevar siempre la razón ha evolucionado a categoría de influencer mediático: esquematizar hasta lo más memo, ponerle nombre a todo y elevarlo a la raíz cuadrada de pi.
Se multiplican esos espacios rocambolescos que hablan de amor —y más amor— sin tan siquiera ejercer la ancestral y denostada práctica de decir en voz alta: te quiero.
Una práctica efectiva, no sencilla, pero aterradoramente olvidada. Pronunciar sílabas en forma de manifiesto que acortan tiempos y conectan, de forma genuina, corazones.
Ojalá nos enseñaran a decir “te quiero” con la misma insistencia con la que nos imponen decir “me quiero”. Nos educaran para saborearlo, porque un “te quiero” no permite recalentado.
Ojalá decir “te quiero” fuese la clave secreta para entrar a ese club tan selecto como lo es el de la humanidad, y se castigara con el ostracismo a quienes no lo practicaran.
Ojalá decir “te quiero” fuera de esos hábitos saludables que tanto nos quieren vender, un nuevo estilo de vida, de los que ahora se llevan.
Pero ojalá —sobre todo— naciera desde el interior, hondo, con conciencia. Con esencia. Sabiendo que cambiar el mundo no es tarea solo de las mentes que piensan, sino de los corazones que sienten y dicen a menudo: te quiero.
Ojalá te enseñen a decir “te quiero” a tiempo.
Cuando todo esté cuajando
y aún se puede saborear el gusto de un beso.
En ese momento lento,
donde los labios construyen
a golpe de susurros callados.
Que sea asignatura expresarlo
sabiendo que no habrá mañana,
porque el “te quiero” caduca en el pecho
si no se pare al mundo justo antes
de que el reloj se agote
y el aliento se agite.
“Te quiero” — si se trata como almíbar edulcorado—
por perfiles insulínicos
que pretenden consumirlo como sucedáneo,
no sea que venga con ello el infarto.
Cuidar al corazón del empacho
no es tarea del enamorado, sino morir exhausto,
en calma pero colmado;
luciendo las llagas en sus antebrazos.
Contar con los dedos
todas las tormentas que en las noches despertaron
y acabar juntándolos,
uniéndolos,
uno a uno,
de dos en dos,
trenzando,
para buscar ese amor divino que cobija.
Te quiero.
Te quiero.
Y te quiero.
A la vida,
a mi vida,
a tu vida,
a las vidas en las que aprendí
que decir “te quiero”
liberando el alma de las cadenas
que en esta tierra forjé con llanto y saliva.
Consumir la mirada en los ojos del otro,
perderse por las dunas de sus cristalinos,
adentrarse en sus océanos
de sabiduría cifrada.
Ojalá se enseñara a decir “te quiero”
en los colegios,
en la iglesia,
frente a Dios.
Y no olvidásemos
que decir “te quiero”
es solo el primero de mil pasos
hacia un camino incierto,
– pero necesario–, como es el del amor.