Batracios
La televisión ofrecía uno de esos animados debates que descarnan la actualidad en un programa de tarde, donde analistas, políticos y periodistas repasaban las novedades de esa trama corrupta que parece no tener fin.
La televisión ofrecía uno de esos animados debates que descarnan la actualidad en un programa de tarde, donde analistas, políticos y periodistas repasaban las novedades de esa trama corrupta que parece no tener fin.
Tenía tres años cuando se cruzó en mi camino. El pequeño caniche, con mezcla de grifón, llevaba nueve días andando por carreteras y campos hostiles, intentando volver a la que él creía que era su casa. Blanco, fuerte, vivaracho, con unos ojillos negros que hablaban solos, el perrillo, que tenía un futuro más que incierto, avanzaba contra el viento y la marea, contra el frío, el hambre y la adversidad, peleando con fuerza contra el desamparo. Tenía unas enormes ganas de vivir.
El cartero, que siempre llama dos veces, ha venido a casa esta mañana. También estuvo ayer, pero yo estaba recorriendo las calles de Málaga, bebiéndome el sol del mediodía, tan aconsejable para el ánimo y para fijar la vitamina D. Dieta mediterránea, poca sal, poco azúcar y caminar al menos una hora diaria -dice mi médico-. Pasear es un placer sano, una eficaz medicina que no tiene contraindicaciones ni efectos secundarios, salvo ese cansancio perezoso que te invita después a abandonarte en el sofá.
Oigo cantar a Enrique Urquijo un verso hecho canción: Aunque tú no lo sepas me he inventado tu nombre / me drogué con promesas y he dormido en los coches... Es de Luis García Montero, a quien dediqué entre atardeceres mi anterior artículo. Un grandísimo poeta que entretiene últimamente mucho de mi tiempo de lectura. ‘Aunque tú no lo sepas’ es también el título del documental que acabo de ver en Málaga, en el Centro Cultural María Victoria Atencia. Fue por casualidad que me enteré de este acto, y fui sin dudar a ponerle cara al poeta que me hablaba tanto y tan bien desde las páginas de un libro.
Tengo un libro nuevo esperando en mi rincón de lectura. Lo vi en un escaparate, me atrajo su sugerente portada y entré a la librería a pasearme durante unos minutos por sus páginas. Su historia y su prosa invitaban a leer, y me lo llevé a casa, al lugar donde esperan otros libros recientes con sus portadas brillantes y su olor a nuevo. Será el primer libro de Luis García Montero que lea, aunque sí conozco sus versos. “Si el amor, como todo, es cuestión de palabras / acercarme a tu cuerpo fue crear un idioma”.
Él formaba parte de ese grupo de amigos adolescentes que adornaba, con su alegre desenfado, el paisaje veleño que me vio llegar un día de junio lejano en el tiempo. Su hermana fue una de mis primeras amigas de entonces, con la que compartí paseos por la carretera, guateques, mañanas de playa, tardes de jazmines y ajoblanco, misas de domingo, secretos de amor... Y fue por mi amistad con ella que conocí a Gabriel. Era un chico amable, correcto, simpático, al que recuerdo entre jóvenes estudiantes paseando por las calles veleñas, hablando de libros, de ferias..., y de un futuro que estaba a la vuelta de la esquina.
Intento poner en orden un cajón de sastre donde guardo ‘momentos’, instantes de emoción que viví alguna vez y que quise perpetuar en el recuerdo: un verso triste, recitado en un lejano jardín, que duerme en papel cuadriculado sin perder frescura, sin hacerse viejo; un separapáginas, que compré en el Louvre, desde donde me mira la Gioconda, con su enigmática sonrisa, a veces triste, a veces alegre, a veces melancólica... Siempre hermosa. Fotos, leones alados, tulipanes de primaveras frías, la Torre Eiffel, el pequeño King-Kong que compré, casi rozando el cielo, en lo más alto del Empire State... Todo está ahí, en el orden desordenado en que lo fui guardando, mezclando sensaciones y nostalgias que vienen y van cuando abro y cierro el cajón.
Lo vimos marchar en la quietud de un espacio nuevo y transparente, una habitación con vistas al mar y a la montaña a la que se ha sumado el esplendor del cielo, atrapado con su luna y sus estrellas en el cálido y diáfano techo de cristal que era el sueño de luz del joven que hizo de aquella habitación su particular paraíso.
Pensando en lo rápidamente que ha pasado un año, al atardecer de un día de diciembre recorro las calles del centro de Málaga engalanadas con buen gusto para vivir la Navidad. Luces, abetos, pascueros, muérdagos y una musiquilla en alguna esquina que nos invita a cantar los típicos villancicos. “Pero mira cómo beben los peces en el río...”, canta con voz cansada la señora que pide limosna sentada en el suelo, junto al vendedor de esas almendras que son “las mejores de Málaga”. Músicos anónimos con guitarras y violines interpretan conocidas canciones, que se suman a ese ambiente navideño que se pasea entre alegrías y tristezas. “El espíritu de la Navidad” no puede borrar los contrastes.
Acabo de leer un libro que me ha entretenido durante unos días con el ir y venir de sus personajes alrededor de una historia curiosa, llena de intrigas, misterios e irrealidades. Miro el libro ya cerrado y pienso en todo lo que he vivido con él; página a página, he bailado al son de vidas distintas siguiendo la música de unos personajes que me contagiaban por momentos sus miedos, sus creencias, su ilusión, su desencanto... Su sentir.
Esta vez no empecé el periódico por el final, como suelo hacer desde que Manuel Alcántara me acostumbró a este particular orden inverso. Desde la última página de Sur, el genial escritor, periodista y poeta, condecorado recientemente con la Orden de Alfonso X el Sabio, nos regala cada día un trocito de su sabia manera de ver el mundo. Su columna diaria, chispeante, amena y real como la vida misma, es una espléndida lección de lucidez.