El arte de no reaccionar

Ya saben muchos de ustedes que soy una persona un poco cascarrabias. Me siento algo desubicado ante tanta mediocridad e incompetencia de muchos políticos y sus adláteres y atónito ante los conflictos que empañan el discurrir de la humanidad.

El genocidio de Gaza, la invasión rusa de Ucrania, el auge desmedido de la ultra derecha y los sectores más reaccionarios en multitud de países, siguiendo la estela del xenófobo, ignorante, mentiroso, misógino, racista, autoritario, populista, egocéntrico, intolerante, provocador, desalmado, grosero, falaz, pendenciero, vengativo, negacionista, extorsionador e inepto Donald Trump.

Y si me siento así, será porque de un tiempo a esta parte vengo sufriendo el denominado “Efecto Weltschmerz”, que viene a ser, (para los que amamos pensar) como una especie de estado emocional de tristeza profunda cuando sentimos una gran distancia entre nuestros valores y esperanzas y la realidad que vemos a diario. Ante ese horizonte extraño, con los desafíos que tenemos por delante, se despierta en nosotros un conflicto entre los valores y la incapacidad percibida de no poder cambiar nada de los que nos rodea.

La sensación de habernos instalado de repente en una de esas distopías que nos han mostrado series o películas de ficción hace que nos sintamos más vulnerables y que nos demos cuenta de lo frágil que puede llegar a ser nuestro sistema de vida y nuestra cotidianeidad.

Menos mal que, cuando llegamos a cierta edad, nos sentimos un poco más sabios y curtidos por nuestra experiencia vital. El secreto de esa genialidad está en conservar el espíritu del niño hasta la vejez, lo cual quiere decir no perder nunca el entusiasmo, la curiosidad y la capacidad de conmovernos. También intentamos ser personas inteligentes, aprendiendo de todo y de todos, porque la gente normal puede que aprendan solo de sus experiencias, pero las personas estúpidas no aprenden nada porque piensan que tienen todas las respuestas. De hecho creo que la soberbia es una discapacidad que afecta a pobres infelices, que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder (y cada uno que piense en los ejemplos que quiera). De ahí el viejo refrán: “Si quieres conocer a fulanillo, dale un carguillo”. Pues eso.

Aristóteles decía que solo una mente educada puede comprender un pensamiento diferente al suyo sin necesidad de aceptarlo. Esa frase guarda la esencia de la verdadera sabiduría. Escuchar sin apego, escuchar sin reaccionar, dialogar sin imponer. La mente madura no se siente amenazada por ideas distintas.

Observa, cuestiona, reflexiona y, si es necesario, deja pasar porque no es la concordancia la que define la inteligencia, sino la capacidad de convivir con lo contradictorio.

En tiempos en los que las opiniones se han convertido en trincheras, tolerar el pensamiento ajeno es un acto de grandeza. Como escribió Voltaire: “Puedo no estar de acuerdo con ninguna de tus palabras pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlas”. Ahí es donde la sabiduría se diferencia del orgullo, cuando preferimos aprender del otro en lugar de derrotarlo. La mente estrecha necesita ganar discusiones, la mente sabia prefiere comprender el mundo.

Y como me sobrecogen e inquietan muchas cosas se dispara el desasosiego. Me apena, por ejemplo, que muchos personajes, cuanto menos talento tienen, más orgullo, vanidad y arrogancia exhiben. Pero la necedad (y eso es lo preocupante) nunca camina sola: siempre encuentra a otros necios dispuestos a aplaudirles. También me produce tristeza que se esté perdiendo el debate respetuoso y sereno y que quienes huyen de esa dialéctica sienten que cuando pueden tener perdido el debate o no tienen buenos argumentos, deben utilizar la calumnia y la violencia verbal como herramienta de confrontación.

Es una vergüenza que la gente tenga que sufrir por culpa de las creencias de unos pocos y que, por mucho que se puedan sentir ofendidos algunos, eso no significa que tengan razón. Sobre todo en el aspecto religioso, pues, como decía Aldous Huxley, “todos los dioses son de fabricación casera y somos nosotros los que movemos sus hilos y, de ese modo, les damos el poder de mover los nuestros”. Curioso, ¿verdad? La religión ha venido sirviendo sencillamente para que las masas se resignen más fácilmente a las muchas frustraciones que presenta la realidad. Y que conste que creo firmemente en el humanismo cristiano, que ha guiado mis pasos a lo largo de mi vida. Solo reniego de la utilización que han hechos los hombres de las religiones, sea la que sea, y que en nombre de cada uno de sus dioses se hayan cometido tantas tropelías y barbaridades a lo largo de la historia. Pero claro, tampoco tiene uno por qué amargarse tanto y, por eso, estoy aprendiendo el arte de no reaccionar.

El monje budista Ryushun Kusanagi señala que las preocupaciones y conflictos no tienen su origen en los eventos exteriores, sino en nuestra forma de reaccionar a ellos. Por lo tanto, si eres capaz de no reaccionar, de huir de lo visceral, ahí tienes la llave para evitar el sufrimiento. En sus propias palabras: “Cómo sería de fácil la vida si dejáramos de tener esas reacciones superfluas. Sin berrinches, ni disgustos, ni enfados, ni estrés (…) Nuestra carga mental sería mucho más ligera y seríamos más felices”.

Para este autor, el modo de evitar que te arrastren las emociones es comprender lo que estás sintiendo y tomar distancia como un observador externo, sabiendo organizar tus pensamientos.

Según Kusanagi, los pensamientos intrusivos tienen tres disparadores: el deseo excesivo, la ira y la ilusión. En el primero, exigimos demasiado de los demás, y eso nos lleva a reaccionar con frustración. El segundo se acumula gradualmente si le damos rienda suelta: cuanto más alimentas el enfado (buscando constantemente razones y culpas), más crece el monstruo. El tercer disparador se corresponde con la mente vagabunda, cuando en lugar de pensar con foco, de forma práctica y eficaz, vagamos entre ideas que no nos llevan a ningún sitio. Saber qué clase de pensamiento nos está sacando de quicio nos ayudará a desapegarnos de él.

Al tomar conciencia de nuestras reacciones dejamos de ser esclavos de ellas. Podemos dar un paso al lado y elegir un enfoque más pragmático y racional. Esto implicará muchas veces hacer lo contrario de lo que te pide el cuerpo. En vez de decir cuatro verdades, callar. En vez de defendernos o contratacar, esperar a que baje el suflé. En vez de darle tanta importancia, relativizar. Como dice el monje japonés al final de su libro: “Es hora de vivir”.

Y les aseguro que no me está resultando fácil, pero reconozco que me resultará muy útil aprender para que las cosas no me afecten tanto. Y que conste que eso no disminuye un ápice mi compromiso ni la defensa de determinados valores. Eso es el arte de no reaccionar.