¿Salimos más fuertes?

Si vives en una ciudad turística es muy habitual encontrarte, en cada rincón del centro histórico, grupos de personas con auriculares colgados del cuello dirigidos por un guía que normalmente lleva una banderola a modo de farol, marcando el camino a seguir.

Me gusta observar sus reacciones mientras les cuentan batallas épicas, conquistas heroicas, amores imposibles, les señala marcas de guerras salvajes incrustadas en las paredes de ciertos edificios, que no se quitaron a modo de recordatorio porque, como les dice uno de los guías, “la Historia hay que recordarla para no repetirla”. A menudo coinciden en un mismo lugar grupos procedentes de diversos países, por lo que resulta muy curioso ver cómo una misma historia puede ser descrita y admirada de manera muy diferente: los asiáticos muestran asombro allá por donde van; los del norte, impávidos, escuchan con mucha atención; los españoles señalan, exclaman, preguntan sin parar… Una curiosa torre de Babel.

Paseando por mi ciudad, me fijé que uno de esos turistas no estaba observando la hermosa fachada de la catedral, ni escuchaba al guía las detalladas explicaciones de su construcción: miraba al suelo. La mujer que le acompañaba, algo contrariada, le hizo un gesto para que escuchara, pero él no levantó la cabeza. El hombre señalaba algo en el suelo: una pegatina con huellas dibujadas mostrando la dirección exacta por dónde debíamos caminar durante la época del covid. Fue señalando cada una de las que vio ancladas en la calzada. La mujer al darse cuenta comentó, en un pronunciado acento mejicano: “Ándale, si aquí todavía quedan”.

Yo continué mi paseo. A los pocos minutos, entré en una pequeña tienda a comprar y me fijé que una mampara separaba al dependiente de mí. Tomé un autobús en el que una pegatina decía que estaba perfectamente desinfectado frente al covid-19 y, situado junto al botón de parada, había un soporte de gel desinfectante vacío. Otra mampara separaba al conductor de los pasajeros.

Por cualquier ciudad podemos ver restos de aquellos días. Pegatinas que marcan distancia, que indican dónde podíamos sentarnos, que nos recuerdan que, sin mascarilla, no se pueden entrar al establecimiento, que nos quedáramos en casa, que “todo saldrá bien”. Restos que se resisten a desaparecer y que, algún día, un guía con una banderola en la mano enseñará a los turistas, marcará esos restos y les contará, al igual que narra escenas épicas de batallas, que durante un tiempo las ciudades se quedaron desiertas, en silencio; que el mundo se unió para parar una pandemia. Les recordará, en un alarde de romanticismo, que los animales salvajes recuperaron las ciudades; que descubrieron las bondades de estar conectados todos los días, a todas horas. Que, ciudadanos obedientes y juiciosos, llamaban a la policía para avisar de que su vecino había salido a pasear por la ciudad de noche, ¡solo! O que habían visto a una mujer sentada en la playa, sin nadie a cientos de metros a su alrededor, pero había osado hacerlo sin mascarilla. Les contarán, como una anécdota graciosa, que varias patrullas de la policía detuvieron a un joven por robar guantes de una gasolinera. Que debías ir al cine con mascarilla, pero si el del asiento de al lado se compraba un cubo de palomitas podía pasarse toda la película sin ella. Que a las ocho en punto de la tarde muchos salían a los balcones de sus casas a aplaudir.

-¿Por qué aplaudían? -preguntará algún turista despistado. 

-Nos dijeron que había que hacerlo, que así saldríamos más fuertes.

Y ese guía tendrá razón, porque, años más tarde, cuando España se apagó, los mismos que durante el confinamiento aplaudían en los balcones, prefirieron llenar las terrazas de los bares, se reunieron con los vecinos que no veían desde hace tiempo y dieron las gracias por poder estar unas horas sin móviles ni pantallas. Ojalá, más momentos así, desearon.