Bajo el puente
Puentes. Brazos de piedra que, de una ribera a otra, los hombres construyeron para poder cruzar las aguas sin mojarse las suelas de los zapatos, o sin perder el traje y el alma en el intento.
Hay puentes tan antiguos que casi da escalofríos pensar cómo han podido sostenerse a lo largo del tiempo y del afán destructivo de la humanidad. Quizás porque a todos interesaba ese caminito en el aire por si había que dar media vuelta a todo trapo.
Al margen de la utilidad de esas construcciones, bellísimas por cierto, como todo aquello cuya finalidad es procurar los acercamientos; los puentes son símbolos de un camino que no se acaba; quizás por eso los enamorados gustan de pasearlos. Seducidos por la reverberación y el eco del lecho de agua sobre el que se sostienen, muchas parejas deciden sellar esa veredita casi aérea con una firma romántica, la de anclar un candado sobre su estructura y lanzar las llaves al vacío cual muestra de un amor que se quiere y se cree eterno; quizás pensando también en otras llaves que hagan posible sus vida en común.
Sin embargo, un puente cubre otros objetivos más prosaicos para quienes no lo cruzan, sino que se asientan en los pilares de su protección para ir echando el día a día bajo ese techo abierto a la intemperie.
José Escobar no dudó en alojar a uno de sus personajes bajo un puente. Carpanta, un sin techo que nunca lograba saciar su hambre, por más que el preciado sustento pareciera estar al alcance de sus manos siempre aparecía algo que frustraba su ingesta. Nosotros sentíamos el rugir de su estómago en cada uno de esos bocadillos con los que se relamía. La viñeta con el pollo asado era ya, para el pobre Carpanta, y para muchos de sus lectores, casi una fantasía erótica o una experiencia mística.

Hoy por hoy se necesitarían muchos puentes para albergar a los que buscan un techo. Basta echar una ojeada a las ofertas inmobiliarias para cerciorarse de lo imposible que resulta acceder a una vivienda.
Hay quienes se están forrando de lo lindo con esto del libre mercado y la especulación.
Tenemos un problema, y bien gordo, si a niveles de Estado no se interviene y se pone freno a este sin sentido como es el que ni siquiera las personas que están trabajando y tienen un sueldo normalito, puedan pagarse un techo. No sólo se les está negando a las generaciones más jóvenes un derecho constitucional como es el derecho a la vivienda; lo que se les niega es el derecho a un proyecto de vida. El derecho a planificar su propio futuro.
Cuando yo era niña, en mi libro escolar había una poesía que leía una y otra vez para acabar con los ojos empañados. Ya de mayor, buscando, he podido dar con el poema y con el autor. El poema se llama El embargo y lo escribió José María Gabriel y Galán hace más de un siglo; en él se presenta el juez y los alguaciles a proceder al embargo o desahucio de la vivienda de una pareja en la que la mujer acaba de fallecer. El poema tiene una carga trágica y dramática tremenda; pero lo que más me llama la atención es la voz de quien, desahuciado, se dirige al juez. En esa voz no se produce el ruego, ni clama contra la injusticia. Es una voz de advertencia; porque quien ha perdido lo que más quería, su compañera, no pone objeción más que a una cosa: ¡Cuidado con tocar su cama! Esa cama en la que se han querido; eso, no se lo va a llevar nadie.
Y es que todo tiene un límite; una fina línea o un puente entre mundos. Depende del momento, ese límite se cruza y ya no hay marcha atrás posible.
No. No creo que existan puentes para albergar tantas ilusiones, tantos proyectos que se ven truncados por el capitalismo feroz en el que estamos instalados, donde sólo hay algo que importa: la obtención del máximo beneficio en tiempo record.
Pero, puede suceder que los jóvenes y los no tan jóvenes que se ven asfixiados para llegar a fin de mes; los que saben que jamás podrán pagarse una casa, un pisito en el que vivir solo o en pareja, se levanten una mañana, inviertan en una tienda de campaña y se vayan a hacer su vida, no bajo un puente, sino en las plazas más céntricas y aclamadas de nuestras ciudades; esas que se venden como escaparates de la bonanza.