Rincones

Ese punto compartido por dos lados de la casa marca un límite, una zona de penumbra, el final de un espacio entre muros, paredes, habitaciones en las que trazar con el tiralíneas de la vida un lugar habitable y habitado. Al principio, la casa estará más o menos despejada; pero con el tiempo, hasta los rincones tienden a habitarse. Dan mucho de sí los años compartidos; y la casa, que tiene voz propia, te ha ido exigiendo sus prendas, sus pequeñas dotes, la garantía de saberse viva y compartida. Saberse guardiana de tus recuerdos, de tus viajes, de tus alegrías y tus llantos. La casa es un ser vivo que siempre irradia la vida de quienes la habitan.

El rincón, los rincones, siempre han tenido mala fama. Hubo un tiempo en el que a los niños se nos castigaba mandándonos al rincón, cara a la pared, dando la espalda al espacio abierto donde los demás seguían con sus quehaceres. Sería para que, no teniendo donde fijar la vista más que en la oquedad, acabásemos mirándonos hacia adentro, o platicando mentalmente con la tenue telita de araña que vibraba al son de nuestra respiración. Al hilo de esto; hay una palabra, arrinconar, que se hace carne sufriente cuando alguien o algunos deciden que hay que hacer el vacío, obviar, apartar, acosar en definitiva a otro; llevarlo al rincón hasta hacerle la vida imposible. Si alguien ha pasado por una situación así, sabe que no exagero. De pronto, un día, sin saber qué está pasando; notas que tus compañeras de estudio o de trabajo te miran distinto, hablan entre ellas como si no estuvieras allí; miraditas, risitas, palabras hirientes que sabes te van dirigidas, pero sin que tengas opción de contestarlas. Y es que ha comenzado el arrinconamiento al que tendrás que enfrentarte cada día; porque tienes que estudiar; porque tienes que trabajar. No es un rincón físico; aquí no tienes siquiera esa telita de araña con la compartir tu aflicción.

Hay verdaderos especialistas en esto del arrinconamiento. Una maldad hermanada con la cobardía y la envidia que usa la herramienta de la complicidad. Los acosadores siempre necesitan de otros; por sí solos son incapaces. Son gente malvada, pero no quieren que se les note. Hay que huir de ellos como de la peste.

En esta casa que habitamos, los rincones tienen también su historia; una historia que hemos querido contarles para que se sientan parte de la familia. Ellos saben del amor,  de la angustia y del miedo porque también en esta casa vivimos el arrinconamiento en primera persona cuando  nuestro hijo, tan alegre y tan bellamente bueno comenzó a entristecer, a abatirse como planta a la que hubieran lanzado ponzoña. Y hablábamos, su padre y yo con él,  cada día, a cada instante, dándole fuerzas,  abrazos, confortándolo, haciéndole ver su valía, alentándolo.

Los acosadores, amigos y compañeros desde preescolar, habían decidido arrinconarlo en bachillerato. Mi hijo pudo superarlo.

Y aquí, en casa, en uno de nuestros rincones, desarmada y  embalada, tenemos la cuna de madera con un corazón tallado que su padre le hiciera. Esa cuna que mecimos y arrullamos; cuna de cuentos y cuna de nanas; cuna de abrazos y risas; cuna con cuatro esquinitas, con cuatro rinconcitos en el que aún anidan los besos.

Rinconcitos del alma.