Charlas de sol y sal
Solemos hablar a la orilla de ese mar sereno que baña nuestros veranos desde hace ya mucho tiempo. Es un amigo amable, simpático, vital y buen conversador.
Un profesor jubilado que sabe de patios floridos, de juderías, de calor sofocante y peroles compartidos; una persona que sabe apreciar y disfrutar los placeres sencillos que nos ofrece la vida cuando ya el tiempo, que pasa inexorablemente, no importa tanto. Con el sol de julio apoyado en la espalda, los pies en el agua y el ánimo bronceado, intercambiábamos pareceres, rendidos al vaivén de unas tímidas olas que salpicaban sin prisa nuestra charla de sol y sal. Hablábamos de cómo disfrutar de este tiempo sereno, y él me decía que es un arte saber pasar el tiempo perdiendo el tiempo.
Un arte que no está al alcance de todos; saber pasar el tiempo perdiendo el tiempo... Saber medir el tiempo, aunque, como decía Neruda, el tiempo no tiene medida. Cómo explicar, especialmente ahora, cuando el mundo que nos apasiona está tan tristemente revuelto y tan oscuro, el privilegio que es poder estar sentado en la arena de una playa mirando al mar sin prisa hasta que nos pinte de azul la mirada y su música de olas nos ponga a bailar el alma. Cómo explicar el placer sencillo de saborear un tomate con sal como si fuera un manjar de dioses. Oír la charla relajada de la gente debajo de las sombrillas, comentando un libro nuevo o pensando en los espetos o en los helados que se tomarán después. Algunos hablan de política, de hiperbólicos discursos que suben el tono y bajan el nivel de la convivencia; se desdibuja entonces la magia del momento azul, pero sigo mirando al mar, perdiendo el tiempo, navegando en sueños azules que van y vienen como las olas cantando su hermosa canción. Casi me siento culpable de estar viva y sentirme feliz. Tener a mi lado afectos que dulcifican mi tiempo, un tiempo apacible, libre de protocolos, que pasa más deprisa de lo que quisiera. Un tiempo que me deja tiempo para sentir que aún puedo pensar y decidir por mi misma; que aún me emociona la belleza, que me aísla por momentos de un mundo decadente que me entristece, y me regala el placer de charlar con un amigo de cualquier cosa, y hasta filosofar sobre el arte de saber pasar el tiempo perdiendo el tiempo.
Me fascinan las palabras, poder intercambiar sentires y pareceres sin sobresaltos, sabiendo que todo se acaba, que no merece la pena tanta barbarie y tanta sinrazón. Que el tiempo pasa inmisericorde para todos por encima de lo lúdico y lo trágico; por encima del bien y del mal. Que es un privilegio saber valorar lo que tenemos, mimar lo sencillo, elevar a la excelencia el sabor del pan con aceite y el placer de comerse a mordiscos un tomate con sal. Al fresquito de una playa, los problemas se ralentizan y se ven de otra manera. Irremediablemente, pienso en ese otro mundo que se nos acerca a diario en las noticias, una música estridente, lúgubre como el Lacrimosa de un réquiem que siempre me hace llorar. Llorar por tantos inocentes que mueren a diario o malviven en medio de la barbarie. Para ellos, que no tienen culpa de nada, el arte de pasar el tiempo es... tener tiempo. Sobrevivir. Su vida está en manos de otros, dueños reales del tiempo de todos, que deciden por ellos.
Las distendidas charlas de sol y sal con mi entusiasta amigo profesor me han empujado a escribir, y me han llevado, en aras del viento del sur, a navegar en el mar que miramos a diario, y en otros menos amables. A pensar en el tiempo, en la vida, tan compleja, tan difícil, tan efímera. Tan apasionante. Yo no creo en la edad, decía Neruda. Yo tampoco quiero creer en ella. Quiero seguir bebiéndome la música de las campanadas del tiempo como si fuera un aria de Verdi. Quiero seguir compartiendo con mis amigos la placidez de una playa animada y entrañables charlas de sol y sal.
Y, sí, es un arte saber pasar el tiempo perdiendo el tiempo. Un privilegio disponer, sin horarios ni agobios, de un tiempo que quisiéramos retener para que no pasara tan deprisa. Siento que mi corazón ya marca el ritmo con un latido lento, midiendo el tiempo que yo no quiero medir. Y aunque es difícil abstraerse del dolor humano que nos lacera el alma, seguiremos disfrutando, desde esta orilla de paz, de las pequeñas cosas que nos alegran la vida, como estas charlas junto al mar sin tiempo ni medida. Qué hermosa manera de pasar el tiempo perdiendo el tiempo.