El algoritmo del diente de león
Sutil. Así se siente el alma cuando abandona el cuerpo.
Y no hablo de la muerte, sino de esa sensación extracorpórea que se instala cuando descubrimos, avanzamos o amamos. Un susurro que germina desde el núcleo mismo de nuestra esencia, que nos obliga a agachar la cabeza y beber —con reverencia— de la fuente de la verdad.
El cuerpo queda vacío por un instante. Sin nadie que lo gobierne. A la deriva, en dirección a lo desconocido. Es como esa semilla de diente de león que se desprende de la inflorescencia y toma una de esas corrientes de aire fortuitas, que entrelazan el abandono con el destino. Corrientes que la empujan hacia su nuevo hogar, allí donde podrá hundir raíces con vitalidad renovada.
Hay momentos en que el alma se escinde, como arrancada de sí misma. Fragmentada. Imposible de ordenar. Su sustancia se vuelve elástica, líquida. Se despliega en el terreno intangible de los algoritmos teóricos. Aún no hemos comprendido cómo funciona el alma —si es que “funcionar” es siquiera la palabra adecuada—. Nadie ha logrado determinar su origen ni su verdadera naturaleza. Y sin embargo, son pocos los que dudan de su existencia.
No se trata de una creencia: es un saber innato. La certeza de que algo —y a la vez ajeno a las leyes de la gravedad— habita entre nosotros. Habita en nosotros.
Con carácter propio, el alma se repliega a veces para proteger su esencia. Otras, nos abandona, solo para regresar de pronto y devolverle el rumbo al navío. Sus fórmulas son tan complejas, tan esquivas, que sólo puedo compararlas con la estructura de una semilla de diente de león: perfecta en su propósito.
¿Y si nosotros fuéramos como ella? Envolturas finitas, funcionales, transportando una vida siempre nueva, siendo vehículos diseñados para conservar una chispa de lo divino antes de ser reemplazados por otros, más óptimos, menos caducos.
El contoneo de la semilla en el aire me recuerda la fragilidad, la belleza de esa ternura tan necesaria. Lo esencial que es transitar por la vida sin histrionismos, sin taquicardias. La importancia de lo sereno frente al amor espasmódico y vulgar.
Surcar el aire —o el agua— e ir a contracorriente pero con elegancia. ¿Cómo es posible que una semilla tan liviana vuele sin perderse en el cielo? ¿O que no caiga al suelo en el mismo instante en que se desprende?
¿Cómo fue que la naturaleza la diseñó con semejante precisión, para expandirse y colonizar nuevos territorios, dilatando así su estadística vital?
Colonias de dientes de león espolvorean el horizonte con sus semillas, acariciadas por la luz. Brotan con el sol y bendicen la tierra con nueva vida. Y entonces comprendo. Somos más semejantes al diente de león de lo que imaginamos. Solo que a él lo impulsa el viento... y nosotros, el alma.