Ojos para ver la música

Llamas serenas en el hogar templando la quietud de una tarde de enero. Lanzas incandescentes en pos de las alturas, inútilmente, al son de un adagio de Rachmaninoff, concedido a un oyente en la radio, que cuenta cómo esta música la sintió como un portal que se le abría a una nueva dimensión; y que entonces provocó el empañamiento de sus ojos.

Desconozco qué estarían mirando en ese momento; de seguro sería algún ensueño de los que sólo se vislumbran en los recodos del alma. La Ciencia  invoca al cerebro como el elemento que se ocupa de las percepciones objetivas; de las subjetivas, nada se sabe. Creo que hay un portal a través del cual nos visitan las musas, el genio, la fantasía, el duende... Y no se llaman amígdalas, aunque se le atribuyan la función de cancerberas. Entran sin llamar ni pedir permiso; es su condición de entidades libres. Entran, te tocan y dejan en tus manos la decisión creativa.  Como caminar por una senda oscura, y un rayo de luna se cuela entre las nubes e ilumina el paso inequívoco. A cuanto sucede entonces solemos llamarlo inspiración. ¿Podría ser este portal eso que llamamos alma, a falta de otro término más preciso? Me temo que también sería desechado. Lo que no sea cuantificable, identificable, es decir, objetivable por el cerebro, no formará parte del ‘club de la realidad’. La música, al igual que la poesía, pueden ser analizadas atendiendo a sus ‘partículas’ (sonidos y palabras), pero lo que acontece cuando los artistas alcanzan cuadraturas sonoras o poéticas que nos conmueven o sacuden nuestras interioridades, podría muy bien compararse a una resolución de la cuadratura del círculo, asunto este que aún no ha podido resolver la Ciencia. Y es probable que no lo consiga mientras no asuma que hay magnitudes que no están hechas para medir, sino para ser sentidas, admiradas, respiradas.

Escucho una composición. El pensamiento se ilumina como un proyector, y, en lo que llamamos mente, se abre un azul inmenso, rotundo, sobre otro azul palpitante de agua donde un grupo de albatros sobrevuela las olas hacia un horizonte desconocido. Vuelan sin dudar, como si esa música tuviese una potestad magnética que los guiase. Me pregunto entonces, si acaso se me está dando a ver lo que el músico veía cuando atrapaba los sonidos al contemplar ese magnífico vuelo, surcando el cielo con ellos sin incumbir el destino. Mas no importa si no coinciden las visiones; en todas ellas hay un horizonte, un vuelo y un destino sin nombre. La apariencia transitiva de este asunto es pura metáfora de ‘nacer en’, que nos propone María Zambrano, como encender una luz en la inmensidad del desconocimiento, en lo sublime de las armonías, en la no-acción eternamente creativa. La misma María Zambrano que de niña quería ser cajita de música, tal vez intuyendo que su ser ya era caja de resonancia de lo universal.

Los ojos que ven la música no precisan cuencas ni lentes convexas, tampoco párpados para protegerse de la luz ni lacrimales para humedecerlos, éstos son para el cerebro, para poder peregrinar por el mundo y tratar de explicarlo. Los ojos que ven la música son una visión colectiva, universal, cuyo origen bien pudiera ser incluso anterior a la aparición del cosmos. Un misterio que acapara nuestra atención por siempre jamás. Un sueño estelar sin solución de continuidad que transita inagotable entre nebulosas, galaxias, constelaciones y planetas, en el que nuestro organismo reproduce a escala infinitesimal todas las músicas y poesías posibles. La razón de existir, tal vez una más. Pero la conclusión para mí es obvia: el universo existe porque es la música la que le otorga la razón de ser. Algunos, la llaman Dios; o Diosa.