La lobotomía de lo oriental

Llevo años estudiando y practicando artes marciales. Las llevo muy dentro. Desde muy joven me atrajeron todas esas disciplinas donde dos chicos de ojos rasgados se miraban con desconfianza y danzaban por escenarios inverosímiles con coreografías aún más inverosímiles, sin dejar atrás que las voces eran espectaculares.

El grito de Bruce Lee, posiblemente sea de los más famosos, mundialmente, y no precisamente por la mística que pueda albergar.

Desde niña me fascinaban esas pelis en las que los actores iban enganchados a cuerdas súper visibles, los borrachos eran geniales luchadores, y el malo de la película siempre llevaba el pelo largo y blanco, al más puro estilo Frozen. Las virguerías que realizaban me dejaban pegada al televisor. Incluso en el programa Humor amarillo veía destreza, habilidad, espíritu guerrero… Todo lo que fuese oriental me atraía como la luz a una polilla. Nunchakus, estrellas ninja, cadenas de anillas con punta de acero, kalis, bastones... Todo lo que sirviese para golpear me parecía una fantasía. Aprender a manejar un arma me resultaba mucho más interesante que recortar el pelo de mi muñeca o jugar. Yo quería luchar.

Con los años practiqué, y luché... Y eso me llevó, poco a poco, a conocer otras filosofías menos bélicas en apariencia. Y digo en apariencia porque llevaba años practicando, a nivel personal, enseñanzas -en esencia de origen zen- que, cuando tuve que aplicar en mi vida, provocaron lo que llamé una pérdida de fe. No fue un movimiento interno fácil de gestionar, y menos aún de reconocer. Fueron años de práctica, dejando que las palabras de los maestros fuesen permeando en mí hasta alcanzar el nivel de la conciencia misma, integrando verdades a mi día a día que, cuando fueron examinadas a fuego, no pasaron ni por el aprobado medio.

Ahí, en ese instante, colapsé con lo oriental, con lo que se me prometía: una vida sosegada, de conciencia plena, de resolución amorosa y equilibrada de los conflictos… Nada de eso ocurrió. Todo fue un caos, un torbellino que se llevó toda la estabilidad, mis creencias tomaron forma de dagas que lanzaba contra mí propio corazón. Y es que nos hacemos mucho daño cuando queremos vivir a través de fórmulas, patrones, citas... Finalidades que terminan por castrar nuestra oscuridad más profunda. La vuelven desteñida, irreconocible ante nuestros propios ojos. Vivir en Yupilandia tiene un coste alto: el de no saber qué hacer cuando las cosas vienen mal. Te encierras en guetos donde todos sonríen, dicen amar la vida, y el único consuelo es un "date tiempo, fluye", sin involucrarse en absoluto en tu malestar.

Cuando reniegas y dices que algo no funciona, es que tú no lo entendiste, no lo aplicaste, o no lo pensaste con suficiente fuerza. Ahí es donde la burbuja explota. En lo tangible, en lo real, en lo discontinuo. En ese momento las sonrisas desaparecen, las manos ya no forman un círculo de unión álmica, y mucho menos preguntes si te pueden dejar pasta, porque la dirección natural de esa transacción es la contraria. Nunca en tu beneficio -siempre es la contraria-. Besos, abrazos… y vas que chutas.

Lo oriental, lo exótico, el «tranquila, todo está en tu mente» pasó de ser mi ideal de estado emocional a convertirse en una termita devoradora de esencias. Un monstruo gigante y hambriento que, como La Cosa, arrasa con todo lo que tiene a su alrededor, engullendo hasta el último resto de racionalidad. Esas filosofías recauchutadas, con extra de glutamato positivo, en caso de naufragio personal son insuficientes. Además,  deberían venir con una advertencia debajo que pusiese: "En caso de emergencia, no tirar de aquí". Primero, porque no saldría ninguna lancha inflable para salvarnos. Y segundo, porque si por casualidad saliera, seguro que solo tendría lugar para uno. Y Titanic ya nos enseñó a todos cómo acaba eso, -y ese uno que se salvaría ya intuyo quién sería. Yo no-.

Es triste que haya tantas personas profesando una filosofía de vida que nunca ha puesto a examen, que nunca ha valorado realmente. Y con esto no quiero poner el foco en ninguna filosofía concreta -y menos la oriental-. Lo que sí comprendí es que la filosofía no era el problema, ni el maestro de turno, ni sus múltiples seguidores…

El problema, -en mi caso-, era que cuando la vida te lleva al abismo, te lo muestra con respeto y te invita a abismarte, es de mala educación no escuchar lo que tiene que decir. Por eso, hay que dejarse sentir todo... No solo lo que, por convención, es más zen.