Si vives en una ciudad turística es muy habitual encontrarte, en cada rincón del centro histórico, grupos de personas con auriculares colgados del cuello dirigidos por un guía que normalmente lleva una banderola a modo de farol, marcando el camino a seguir.
Unos grandes ojos marrones observan la puerta fijamente. La cabeza reposa entre sus dos patas delanteras y suspira profundamente. Lleva varias horas sin moverse de allí, sin levantarse. No ha bebido ni comido. Sólo espera. Espera que se abra la puerta en cualquier momento, pero la puerta no se abre.
Me levanto esta mañana con la buena noticia de que los incendios en la mayor parte de España se están estabilizando.
Cuando paseo por un museo y me paro a observar sus obras, uno de mis mayores placeres es sentarme enfrente e imaginarme cómo fue su ejecución, qué fue lo que le llevó al autor a pintar esa obra, cómo pudo llevarla a cabo; si sufrió al pintarla o si sintió el dolor que la obra refleja.
Anoche, esperando el autobús, se acercó una mujer y se sentó a mi lado. Comenzó a hablar algo tímida, pero al comprobar que no la rehuía siguió relatándome y preguntándome algo que, en un primer momento, no entendí bien, pero la escuché.