Atender al juego

Son las doce del mediodía y lo que escucho con atención esta mañana de otoño no son los mirlos; pues parece que ellos también quisieran prestar oídos a la chiquillería que corretea alegre por el patio del colegio. Los miro atenta, apenas puedo distinguir sus rasgos, pero todos me parecen hermosos. ¡Qué será de ellos mañana!, pienso, y desvío la vista hacia arriba, hacia el azul, hacia el infinito

Según nos dicen los astronautas que han tenido la suerte de ver nuestro planeta desde el espacio; les ha sobrecogido la belleza de esta bola que gravita en lo oscuro; les ha sobrecogido ver cuán pequeñitos somos y lo especialmente hermosa que es la Tierra, el planeta que derrocha y proyecta el azul. Es curioso, porque desde aquí abajo llegamos a la misma conclusión; qué pequeñitos somos ante tanta inmensidad, y cuánta belleza nos rodea.

Ahora mi atención vuelve a ser requerida por un grupo de escolares que están sentados en corro mientras una chiquilla gira a su alrededor. Escucho. Están jugando al Antón Pirulero; un juego que puede parecer inocente, pero que si lo piensas encierra toda una lección de vida: Antón pirulero, cada cual que atienda su juego y el que no lo atienda pagará una prenda. Seguro que todos lo conocéis. Así aprendíamos que el equívoco también tenía consecuencias; que una vez aceptadas las reglas del juego tenías que aplicarte con todos tus sentidos. Qué sencillo sería vivir si, como niños que juegan a “Antón Pirulero”, nos aplicásemos en hacerlo correctamente.  

Es humano equivocarse, desde luego, pero hay actos que no son productos del error, sino de la mera dejadez, de no estar donde se tiene que estar, de no importarte nada el juego colectivo. Hay adultos que van así por la vida, transitándola sin dar importancia más que a su persona. Si ese adulto es un cargo público, todos corremos peligro.

El 29 de octubre de 2024 el mundo dejo de girar para 229 personas. El azul se volvió barro en Valencia. La desolación y el dolor sin límite se alojaron en el alma de los familiares de las víctimas. Esas miradas donde horas antes, minutos antes, brillaban la alegría, el amor, las ilusiones, quedaron sumergidas también en esa manga de lodo.

 Se apagó el brillo de sus ojos; se les arrancó el corazón de cuajo. Lo sé con la certeza de quien lo ha vivido de cerca. Todavía hoy siento la tristeza irremediable en la mirada de alguien a quien quiero como hija porque es la mujer de mi hijo. Ella perdió para siempre a su querida hermana.  Antes de ese día, cuando mi hijo y mi nuera venían a casa traían el sol con ellos; la casa se iluminaba entera con esos rayos de amor, luz, ilusión y proyectos de futuro. Esas sonrisas fijadas en las fotografías que tengo en mi escritorio han desaparecido, se han apagado. Siempre que vienen a vernos busco adentro de sus ojos por si apareciera mínimamente la luz de entonces. ¡Ay, si yo pudiera!  Pero no puedo. Así de sencillo, sólo puedo abrazarlos y esperar.

Como mi nuera están los familiares de esas 229 personas que murieron porque  Carlos Mazón, que jugaba a ser presidente de la Comunidad Valenciana, y todo su equipo, no se aplicaron en el trabajo por el que habían sido elegidos; por el que cobran un sueldo más que abundante, y al que se prestaron voluntariamente para gestionar, cuidar y servir al bien colectivo.  Más bien al contrario, sólo pareció importarles el beneficio propio.  El pueblo valenciano, los familiares de las víctimas nos lo han estado recordando todos los meses desde ese día aciago, pidiendo la dimisión y la responsabilidad penal para los culpables directos de esas muertes perfectamente evitables. Carlos Mazón ha dimitido, después de un año, sin haber reconocido su culpa. ¿Pagará la prenda?  Ahí está la justicia.

Conviene mirar y estudiar muy bien  ese voto que damos cada cuatro años para elegir a nuestros gobernantes porque puede irnos la vida en ello. Porque podemos quedarnos ciegos de llanto.

Hay personas que cuando miran hacia arriba sólo ven espacio aéreo que genera beneficios, y si miran al mar sólo ven vías marítimas para el tránsito de mercancías; y si miran un bello paisaje, lo hacen pensando en ladrillos y millones; y si acaso se paran a mirar al otro, solo ven un posible voto con el que beneficiarse. Hay personas sin humanidad ni empatía a quienes importa poco  este mundo, esta maravillosa bola azul, este lugar de belleza sin límite. Para ellos el juego deben seguirlo los demás, los que se levantan cada día para dar clases, visitar enfermos, barrer las calles, levantar edificios, trabajar el campo o estar en la caja del supermercado.

Ya termina el recreo y los niños dejan los juegos. Mañana, a la misma hora, volverán con sus canciones, con sus volteretas y sus corros. Hagámoslo posible, atendamos nuestro juego y estemos alertas si aquellos a los que hemos encomendado nuestra confianza política  no hacen lo mismo. Podemos perderlo todo.