miércoles, 13 de agosto de 2025 19:32h.

Capítulo VII: Tarde de paseo

El siglo XX comienza con Salvador Rueda en la cumbre de su trayectoria literaria; y así seguirá durante los primeros veinte años del novecientos. Aunque, a nivel personal, padeció la herida incurable de la muerte de su madre (1906)  y de su hermano José (1915); a nivel artístico se vio ampliamente reconocido llegando al culmen con los viajes que realizó a Hispanoamérica y Filipinas. Aclamado y laureado como poeta de la raza. Salvador Rueda vivió los momentos más gloriosos de su vida.

Pasea salvador por la tarde malagueña sin rumbo fijo; no obstante, sus pasos parecen dirigirlo hacia el puerto. Se detiene un instante en calle Alcazabilla; en alguna iglesia cercana están doblando las campanas, doblan a muerto; y el eco que columpia el sonido en el aire lo sobrecoge; se quita el sombrero y espera unos minutos con la cabeza gacha y los ojos cerrados; cuando los abre, los tiene empañados por las lágrimas, y es que Salvador llora a su madre, su querida viejita, como él la llamaba. Y así, quieto, dolido y respetuoso, nuestro poeta pronuncia una plegaria a modo de poema:

“Duerme, pobre madre, que junto a tu cuna,

que es de tierra santa, yo te estoy meciendo,

cantando una triste canción que sollozan

las cuerdas rasgadas de todos mis nervios”

Continúa su paseo con la tristeza que la evocación materna le provoca, cuando unos jóvenes se detienen a su altura. Son los poetas que alguna que otra vez lo visitan en casa. Hinojosa y Altolaguirre han visto al poeta ensimismado y doliente y lo abordan con la intención de acompañarle un ratito y disipar, si pueden, esas tristezas. Por eso alaban a Rueda  y sacan a conversación las publicaciones que tanto éxito le dieron. Hablan del estreno de La Musa, la obra de teatro que representara la mismísima María Guerrero en Madrid en 1902.

 –Oh, muchachos, aquello fue “un río de aplausos, que pidió con ardor mi presencia”.

Y así continúan, recordándole sus éxitos, haciendo alabanzas de la fuerza y la creatividad del poeta, ese entusiasmo vital que le hacía escribir novelas, teatro y poesía sin descanso.

Altolaguirre le recordará el poemario Fuente de salud, prologado por Unamuno, Trompetas de órgano, Lenguas de fuego, La procesión de la Naturaleza, Poema a la mujer… y un largo etcétera que Hinojosa coronará aludiendo a Tabarca, la isla alicantina donde tanta paz y tantas atenciones recibió. Antes que Málaga, Alicante le nombraría Hijo adoptivo.

Así, estos jóvenes se despiden dejando al poeta con una sonrisa en los labios en el mismo puerto de Málaga.

Un sonido largo acoge a Salvador Rueda, es la bocina del barco que está a punto de salir. Hacia allá dirige sus pasos mientras su memoria lo convoca a evocar sus viajes oceánicos: Cuba, Argentina, Brasil, Filipinas, México y, en todas partes, aclamado por una ciudadanía entusiasta de su obra. Lo de Filipinas fue apoteósico, recuerda Salvador viendo cómo el barco se va perdiendo en la lejanía.

Se gira salvador Rueda para dar por concluido el paseo vespertino, cuando algo le detiene. Unos hombres, cañas en mano, preparan sus aparejos allá sobre el espigón. Al instante, recuerda uno de sus poemas y comienza a recitarlo. Es el Pregón del pescado; pregón largo, como abundantes eran las especies que a diario se pescaban en la costa malagueña; y digno de ser conocido por niños y grandes de nuestra época.

Seguro que Salvador se va a la cama esa noche con algunas de sus estrofas todavía en los labios; nosotros, a modo de degustación, os vamos a dejar estas, antes de que nuestro poeta se duerma:

Atención a la voz mía,

viejas, mozas y muchachos,

que aquí llevo en los cenachos

cuanto el mar andaluz cría.

 

Ningún mar que alumbra el día

lo que el de Málaga encierra

pues en él viven en guerra

peces de tantos sabores,

cual brotan clases de flores

en el seno de la tierra.

 

Llevo, acabados de echar,

boquerones vitorianos,

cual duendecillos enanos

que viven dentro del mar.

 

Con sus túnicas divinas

que la luz besa temblando

llevo ricas y saltando

las relucientes sardinas.

 

Sobre lecho de hojas huecas

soltando salinos jugos,

llevo los recios besugos

y las magníficas brecas.

 

Llevo la herrera listada,

que del mar vive en la orilla,

cuyo cuerpo blanco brilla

como piedra veteada.

 

Llevo la rica pescada

de largo hueso estriado.

llevo el pulpo alunarado,

el jurel amarillento,

y el salmonete grasiento

por el sol disciplinado.

 

Llevo, cual raro ejemplar

sacado del agua verde,

la tintorera que muerde

igual que un perro del mar.

 

Llevo la forma prensada

del exquisito lenguado,

y llevo el pepe raspado

con piel de líneas bordada.

(…)

Vais a perdonar a esta admiradora de Salvador Rueda que abuse de vuestra paciencia; pero cómo acabar este capítulo sin dejaros una muestra de dos de las composiciones de nuestro poeta.

La primera expresa el dolor inmenso que sentía cuando, estando ya su madre muy mayor y enferma, no llegaba a reconocer a su hijo querido.

La segunda, porque nos trae a la actualidad más palpitante. Aquí van:

De El libro de mi madre:

 

Extranjera…

 

Viejecita mía,

tantos son tus años,

que aunque en mi te fijas, ya no me recuerdas,

ya no haces memoria del que te ama tanto.

Quédanse tus ojos quietos en los míos,

cual si pretendieras irlos descifrando,

y, como dos ópalos llenos de tristezas,

fijos, fijos, fijos, los tienes un rato;

y al no penetrarte de que es vida tuya,

tus mismas entrañas, las que estás mirando,

de ira te revuelves, y al rostro me arrojas,

como agudos vidrios rotos en pedazos,

cuánto corta y punza, cuánto rasga y hiende,

cuando encolerizas tu vocabulario;

y al sentir que llegan tus sangrantes vidrios

a ponerme el alma de dolor sangrando,

y a dejarme el pecho tan lleno de heridas

como están las carnes de un Crucificado,

cual el que abatido mira a una extranjera

de un país lejano,

lloro, lloro, lloro, con pena tan honda,

con son tan amargo,

que por mis pupilas corren derretidos

mis huesos, en negra corriente de llanto.

 

 

De La procesión de la Naturaleza:

 

La carrera de los árboles

(…)

Los árboles frenéticos de todas las ciudades,

los que adornaron calles, plazas y jardines,

sonando a remolinos de intensas tempestades,

vinieron desde el fondo de todos los confines.

 

Los hombres desgarraron sus nidos y sus frondas,

los hombres deshicieron sus ramas en pedazos,

los hombres los hirieron con piedras y con hondas,

los hombres les rompieron los troncos y los brazos.

(…)

Los hombres no merecen tener por compañía

los cedros de altas crestas y troncos perennales,

los pinos resistentes de hombruna bizarría,

las cúpulas soberbias de palmas orientales.

(…)

En épocas remotas de siglos venideros,

en que en las almas entre  la luz de otra cultura,

bajad entre los hombres y sed sus compañeros

cuando sus frentes sepan de amor y de hermosura.