Epílogo a 'A la orilla de una higuera'
En el 2010, Francisco Gálvez escribió un texto inserto en el libro A la orilla de una Higuera, de Margarita García-Galán, en lo que fue su primer libro.
Es curioso, pero vivir consiste en construir futuros recuerdos de otros tiempos;
ahora mismo, aquí frente al mar,
sé que estoy preparando recuerdos minuciosos
que alguna vez me traerán la melancolía.
El túnel. Ernesto Sábato.
Con la galerada en la mano, comprobando los últimos pasos, paro un momento, estiro la espalda y reflexiono sobre el tiempo que llevo hojeando, repasando, introduciéndome como un invitado extraño en la maravillosa historia que Margarita García-Galán ha derramado con tanta ternura sobre las páginas de este libro.
Miro. Repaso. Corrijo. Las palabras juegan, los sentimientos revolotean libremente entre las páginas. Cierro los ojos y vienen vencejos a escoltarme, huelo a menta y a pan recién hecho, crepita la leña seca en la chimenea y suena, lejana, una estremecedora balada de Elvis.
Llegan, también, aquellas palabras de El libro de los abrazos. Me siento ahora como Eduardo Galeano, describiendo aquella mujer de túnica blanca que se peinaba en lo alto de una torre. La mujer es Margarita: el peine desprendía sueños de su pelo y el viento se los llevaba.
Nunca he escrito un epílogo, pero me da a mí que esto que están leyendo no va a ser el final de ningún libro, sino el inicio de otro camino mucho más largo e interesante que transcurre por el ancho mar de la literatura. Y eso es así porque la vida de la autora acaba de pasar ante nuestros ojos en unas cuantas páginas, demasiado pocas para pretender abarcar lo que a simple vista de lector se intuye, sin duda, como un periplo vital mucho más profundo y rico, como el que canta Ionesco en sus Diarios: un mundo nuevo, un mundo siempre nuevo, un mundo de siempre, joven para siempre. ¡Eso es el paraíso!, exclama el gran dramaturgo rumano. Ese paraíso, ese mundo siempre nuevo, es por el que transita la niña Margarita descubriendo ignotos y maravillosos lugares, la adolescente Margarita ruborizándose ante el cálido abrazo de Las mil y una noches escrutado a hurtadillas, la joven Margarita arrobándose de amor en Vélez-Málaga, acompañada del murmullo de los pájaros negros que protegen los lugares sagrados, y la escritora Margarita García-Galán imponiendo su capacidad para conmovernos con un adjetivo certero, una palabra nacida del corazón, un hálito literario que se introduce por nuestras retinas y toca las campanas de las almas sensibles. Ese es el paraíso vital de la autora, el mundo siempre nuevo y fascinante que se lanza a conocer por toda la piel de toro.
Nunca he escrito un epílogo. No sé cómo se escribe, la verdad. Por eso, a los que han llegado conmovidos hasta estas últimas páginas, propongo ya la espera impaciente de una segunda parte de A la orilla... Y de una tercera. Y de otros libros y otras vidas que la pluma ágil y soñadora de Margarita cree para nosotros.
Margarita le canta en esta obra al milagro de la vida en bloques perfectamente estructurados en los que, aunque no tengan un encabezamiento aclaratorio, la señal luminosa que guía al lector son, primero, los magníficos dibujos de José Gálvez acompañados de unas hermosas y certeras citas poéticas y, segundo, la temática de los artículos.
Desde el inicio, la cita arrancada del Libro del Desasosiego de Pessoa (“Yo nunca hice otra cosa que soñar”) marcará la senda de los sueños de nuestra autora por las páginas del libro. Así, con la declaración de intenciones de Aquella higuera comenzamos por lo que podríamos denominar como ese periplo vital del que hablábamos antes, que comienza a los ojos de la niña Margarita en Gredos, entre tierras de una belleza inigualable, y transcurre por media España mientras la niña iba creciendo al son romántico de unos parajes al principio hostiles, por desconocidos, y después llenos de sorpresas: en Algeciras descubrió el mar y el viento eterno; en Murcia, la amistad inquebrantable; en Málaga, su identidad mediterránea, y en Vélez-Málaga a un señor con barba llamado Juan Luis que se le incrustó en el corazón para siempre.
Y es con Juan Luis, y la postre con su familia y amigos, con los que continúa el siguiente bloque, por el que desfilan todos o casi todos los personajes que han aportado algunos latidos imprescindibles en el corazón de la autora. Sus padres, que le legaron un inmenso caudal emotivo; sus amigos, de aquí y de allá, siempre soplando las velas del alma en la dirección adecuada y, por supuesto, aquel señor con barba y sus hijos, la fuente inagotable de donde mana el caudal de su vida y de su literatura.
El periplo vital del que hablábamos antes, que llevó a recorrer media España a toda la familia García-Galán tras la senda de su padre, le llevó a descubrir/encontrar Málaga. En estas tierras mediterráneas no sólo llenó su alforja de experiencias, sino que descubrió la belleza inherente de un clima benigno, un mar bruñido en plata y unas calles que Margarita va desgranando con especial candor a lo largo del siguiente bloque.
Es como si nuestra autora siguiera paso por paso las indicaciones que Rimbaud le escribía en una carta a Paul Demeny: el poeta debe estudiar su propio conocimiento absoluto antes de embarcarse en la aventura de exprimir su alma en una hoja de papel. Y por eso Margarita se sumerge en el mar de sueños y recuerdos de su vida con el corazón desnudo, limpio, como aquellos versos de Gloria Fuertes:
A mí no me importa
que alguien me llore
cuando me llegue la muerte.
Lo que necesito es que alguien me ría
mientras me llega la vida.
Palabras que suenan a las notas leves y lánguidas, a los suspiros hondos que tanto gustaban a Amado Nervo y que nos llevan de una mano (la otra la tenemos prendida de la mujer que arranca del arpa efluvios musicales ante la mirada expectante de las flores) por el desgarro de Chavela Vargas, por el sentimiento hondo del flamenco, por el Réquiem de Mozart, las canciones de Elvis... Leer artículos como Sentir la música, donde Margarita se transparenta y convierte su alma en lamento de guitarra, en lágrima de violín, es un deleite no sólo para melómanos, sino para cualquiera que se asome al volcán íntimo que se activa al oír Aida, Love me tender o la Habanera de Cádiz con un mínimo de sensibilidad.
Leo. Repaso. Vuelvo una y otra vez a unos artículos que ya me sé casi de memoria. ¿Por qué lo hago, qué me atrapa? Voy a Todorov, a su La literatura en peligro, y encuentro la clave: “Si hoy en día me pregunto por qué amo la literatura, la respuesta que me viene a la cabeza de forma espontánea es: porque me ayuda a vivir”. Tan certera sentencia me sobrecoge entre los vencejos, higos de cuellodama, lunas abrileñas y la voz ahogada de sentimiento de Carlos Cano.
Me ayuda a vivir, sí. La literatura amplía nuestro universo, nos incita a imaginar otras maneras de concebirlo y de organizarlo, nos dice Todorov con la voz de quien ha encontrado un bosque interior en el que refugiarse, a salvo de emboscadas cotidianas de las que sólo la literatura le salva.
Y la música.
Y la belleza que Margarita va encontrando en esos mundos por los que va transitando. Hay que ver con los ojos de Margarita la Piazza della Signoria, la cúpula de Brunelleschi, el David de Miguel Ángel, la catedral de San Marcos para sentir, como Stendhal, el mágico influjo de la belleza. En el bloque dedicado a los viajes, la ilustración de José Gálvez nos muestra a Margarita y Juan Luis encarando abrazados un largo camino en el que no se divisa el fin, abrazados ante los latidos acelerados que su corazón envía desesperadamente. Grecia, Turquía, Duvrovnik, Venecia, el Rocío: sentimientos, historia y belleza que hacen soñar a nuestra escritora con “la inmensidad del mar, con las noches de luna llena” o con la voz de aquel gondolero que cantaba el O sole mio mientras ella echa un pulso a su sensibilidad: “Ganará ella y lloraré otra vez”.
Sensibilidad y lágrimas ante el renacimiento del azahar primaveral que trae la Semana Santa, ante el verano que sabe “a sal y brea, a Cartojal frío y a terral ardiente”; ante el otoño nebuloso “que me sabe a nostalgia” y que se lleva a los vencejos y trae un paisaje de hojas muertas; ante el invierno que entristece el paisaje tras los ventanales con su dureza. Las cuatro estaciones rigen su vida, sus estados de ánimo, y eso se va notando en sus escritos. Margarita, como quizás su propio nombre indica, es un alma de sol y pájaros, de cielos despejados, mares atemperados y noches estrelladas con amigos. El frío, la lluvia, la marchita, aunque logra remontar el vuelo ante una cumbre nevada, el olor de la leña, la nieve juguetona, las castañas asadas con anís y canela...
El invierno le trae el final del camino, los ojos de Robin que se marcharon, aquellos pájaros tristes que cantaron en Atocha, el lamento oscuro que le trajo aquel lobo a la pequeña Mari Luz, el horror de la guerra encarnado en la soldado Idoia. “Ojalá que la muerte no sea el final”, grita al vacío un cuerpo tan lleno de vida como el de Margarita. Vida vivida y vida por vivir; vida por donde el dolor, la oscuridad y el vértigo han campado, pero también el clamor de la belleza, de los sentimientos nobles y de la amistad.
Y del amor.
Y de esa Naturaleza en la que Margarita vierte toda su sensibilidad en el último bloque de la obra.
Este epílogo que no es un epílogo, esta obra que ahora se acaba y que usted habrá tenido el placer de leer, es ya por derecho uno de esos libros de los que hablaba D.H. Lawrence en su Apocalipsis, un libro que permanecerá vivo porque conservará su capacidad de conmovernos, de emocionarnos de forma diferente porque nos parecerá diferente cada vez que acudamos a él: una frase que se nos había escapado, un adjetivo en el que no reparamos, un verso suelto, una dedicatoria, un sueño... Tiene razón Lawrence cuando denuncia que este pensamiento ha arrastrado al libro a ser considerado un elemento de consumo masivo, sin darnos cuenta que los libros buenos, como A la orilla de una higuera, adquieren la relevancia sentimental de una buena obra pictórica, algo que se puede contemplar con mayor intensidad, algo de lo que extraer una experiencia profunda. Algo digno de guardar en nuestra memoria.
Aunque tenga un epílogo, que no es un epílogo.