Capítulo IV: Pérdida y encuentro
Por las noches, ya en la cama, se ponía la caracola al oído para escucharla hasta quedarse dormido. Al sonido de la caracola aparecían los sueños. Pero ocurre que, a veces, entre estos sueños se cuela alguna que otra pesadilla.
Sueño, pesadilla y realidad se mezclan hasta que Salvador Rueda descubre que de esos materiales también saldrá algo bueno. Y así será, porque pronto la vida pondría en su camino a esa otra persona que le ayudaría, ese otro ser benefactor será Narciso Díaz Escovar.

Del fondo de la caracola le llega una letanía triste. Después, unos llantos y unas campanadas. Su padre ha muerto. El joven respira mal en sueños, se mueve, quiere despertarse para que la pesadilla termine, pero no puede. Su padre, a quien tanto quiere Salvador, ya no está con ellos. La caracola sigue sonando cada vez más dulce, reconfortando su corazón. Tu padre está bien, parece decirle. Siempre estará contigo.
Ahora, el sonido cambia, es un sonido producido por los cencerros y las campanillas de las cabras. Salvador quiere retenerlas, pero el rebaño marcha ladera abajo y coge el camino de la costa. Siente el niño de nuevo la voz que le dice que ahora es él el hombre de la casa y tiene que velar por su madre y hermanos. Tiene que marcharse a trabajar a la ciudad y ganar lo suficiente para mantener a su familia. Y así, entre cencerros y campanillas, en sueños, camina y camina hasta llegar a Málaga.
Y ese sueño se hizo verdad. Salvador Rueda tiene trece años cuando se asienta en Málaga, el niño es apenas un muchacho y ya anda de un lado para otro solicitando trabajo de cualquier cosa: guantero, droguero, mancebo de botica… Va de un quehacer a otro a la vez que conoce y se relaciona con jóvenes estudiantes y aprendices de escritor. Animado por esos amigos, Salvador comienza a enviar poemas al periódico El Mediodía, que dirige el abogado y escritor Narciso Díaz Escovar, que quedará impresionado por ese muchacho tímido que, con apenas quince años, ya apunta para poeta.

Narciso Díaz Escovar lo acogerá en su periódico y le abrirá las puertas de su biblioteca personal, le aconsejará lecturas y le ayudará, iniciándose una amistad que duraría toda la vida.
La vida es buena, vuelve a decirle la voz. Has perdido a un padre, pero aquí tienes a alguien que velará por ti.
Y así, en este sueño de vida, comienza Salvador Rueda a publicar en otros periódicos: El Mediodía, El Correo de Andalucía, el semanario Málaga, o la revista Andalucía.
Será en 1880, a los 22 años, cuando publique su primer poemario: Renglones cortos. Será el periodista Juan José Relosillas quien escriba el preludio a este poemario. El periodista es sincero y, aunque reconoce la valía de Salvador, también le incita a estudiar más, a cultivar el artificio poético. Salvador apunta estos consejos y escribirá el poema Arcanos, que dedicará a Núñez de Arce.

Poco a poco comienza a sonar en Málaga el nombre y la poesía de Salvador Rueda gracias a esas colaboraciones periodísticas.
El cohete, poema que os dejamos hoy, es uno de los que se publicó en El Mediodía.
Lanzóse audaz a la extensión sombría,
y era, al hender el céfiro sonante,
un surtidor de fuego palpitante
que en las ondas del aire se envolvía.
Viva su luz como la luz del día,
resplandeció en los cielos fulgurante,
cuando la luna en azul radiante
como rosa de nieve se entreabría,
Perdióse luego su esplendor rojizo;
siguió fugaz cual raudo meteoro,
y al fin surgió como candente rizo.
Paróse de pronto su silbar sonoro,
y tronando potente, se deshizo
en un raudal de lágrimas de oro.