El viento frío (II)
Relato en cuatro partes de Francisco Gálvez con el que ganó el accésit del certamen de relatos de Vélez-Málaga
El ayuntamiento inauguraba el primer cine de la ciudad. Era un terreno desnudo, que debían regar continuamente para evitar la polvareda, cerrado por cuatro muros altos con esquirlas de cristal sobre ellos para que nadie se colara, ochenta sillas de metal perfectamente alineadas y una gran pantalla al frente. Era todo un acontecimiento al que los gobernantes revistieron de la típica parafernalia propagandística acorde con los tiempos. En el cine de verano se estrenaba Nobleza baturra, la película de la que hablaban todos los periódicos y a la que dedicaban elogiosas críticas. Durante una semana habían estado anunciándola con grandes carteles en los que aparecía el rostro angelical de Imperio Argentina. Normalmente, las películas nuevas tardaban mucho en llegar a las ciudades pequeñas y a los pueblos, pero por tratarse de la inauguración de un cine, las autoridades habían logrado que una cinta con el gran éxito del momento llegase directamente desde Madrid a tiempo para el estreno.
Había pasado un mes desde que La Verdad publicase los poemas de Beatriz. A la redacción llegaron algunas cartas de lectores a los que habían conmovido aquellos versos trágicos y querían saber más sobre su autora, pero un seudónimo —y una carta que no dejó que nadie más leyera— era todo lo que se sabía de la autora. A Bernardo también le habían conmovido aquellos versos y, aunque trató de evitarlo, quiso imaginar cómo sería la mujer que se ocultaba tras Beatriz.
Pero ella no había vuelto a tener contacto con él. Quizá no había visto el periódico o ya había satisfecho su sueño de poeta frustrada y regresó a su vida cotidiana de ama de casa, aunque algo dentro de él lamentaba su ausencia. Los poemas, la carta de Beatriz, habían calado muy hondo. Tanta sensibilidad, tanta ternura, tanta inteligencia enterradas durante tantos años le parecía un estúpido desperdicio.
El cine se iba llenando poco a poco. Damas elegantes de pomposos vestidos y sombreros que tapaban la visión del que se sentaba detrás, atildados caballeros de fino bigote, la corporación municipal en pleno, señoritas vigiladas por sus damas de compañía... La gente guapa no quería perderse el gran acontecimiento. Por los muros asomaban algunos ojos curiosos, y se oían sus quejidos al cortarse con los vidrios y las voces de los guardias que los perseguían; en los asientos contiguos, unos adolescentes compartían chocolatinas y caricias. Bernardo compró al vendedor que se paseaba entre las butacas una botella de agua de Seltz y un cucurucho de avellanas, y se arrellanó todo lo cómodo que le permitía aquella silla metálica.
Las luces se apagaron y la muchacha casta y honrada que era Imperio Argentina empezó su calvario de difamaciones y despechos por haber rechazado a un pretendiente. Bernardo ya había visto la película anteriormente en un cine de la capital, pero el periódico le había encargado que recogiese la expectación de la gente, sus emociones y comentarios. Era una forma de tomarle el pulso a la sociedad, conocer su opinión y comprobar hasta qué punto la crispación política les afectaba. Pero en aquel cine, durante los 85 minutos de proyección, nadie respiró siquiera. El cine, el milagroso embrujo del cine, los había cautivado a todos. En la oscuridad casi completa, Bernardo anotó en su libreta unos renglones torcidos: “El cine tiene el poder mágico de transportarte a un mundo paralelo, de ensueño. Aquí dentro no existen clases ni razas, sólo el unánime convencimiento de que se es libre y que nada del exterior puede hacerte daño mientras tu alma participa de la historia con los actores”.
No pudo evitar pensar en el desgraciado Prometeo actuando ante un público inexistente, aunque era casi seguro que estaba acostumbrado. Tras recorrer en un carromato pueblo tras pueblo en una España deprimida y hambrienta, uno se acostumbraba a todo.
Al director le gustaría la crónica social/cultural que estaba preparando. Al terminar la sesión, prefirió quedarse sentado y escuchar los comentarios de la gente, aunque aquello fue una tarea imposible. Caminaban atropelladamente, empujándose unos a otros, como aquejados de una inmediata urgencia por salir del cine, y el murmullo, como un enjambre gigantesco, difuminaba las palabras hasta hacerlas incomprensibles. Incluso en su fila la gente hacía cola, rozándose con sus rodillas al salir. En realidad, no le importaba demasiado. En sus rostros expresivos encontraba inspiración. Algunos no podían reprimir las lágrimas a medio camino entre el dolor por el mal trago que le habían hecho pasar a la pobre Imperio y la satisfacción por el maravilloso espectáculo.
Cuando el último de su fila pudo incorporarse al pasillo central, tomó la libreta para hacer unas anotaciones. De entre sus páginas cayó un sobre blanco, sin nada escrito. El corazón le latió con fuerza. Era seguro que aquel sobre no le pertenecía. Alguien lo había dejado allí en el barullo de la salida sin que él lo advirtiera. Su primera acción intuitiva fue mirar la larga cola, pero los espectadores seguían apremiándose unos a otros para salir sin que ninguna mirada huidiza ni ningún gesto especial delatase al anónimo mensajero.
Abrió el sobre. Mucho antes de ver la característica letra con ribetes góticos, ya sabía de quién era.
A la atención del Sr. don Bernardo Suárez.
Antes de nada, quiero que sepa que me ha hecho usted muy feliz con la publicación de mis poemas. Si le soy sincera, no albergaba muchas esperanzas. De hecho, el fin que yo aguardaba para mi carta era que la hiciera pedazos, pues entiendo que los anónimos, si bien nunca son agradables, un periodista como usted, en el permanente centro de la polémica por sus sinceras y descarnadas críticas, debe de recibirlos a diario, y a diario deberá de tirarlos a la basura. Me enternecen sus artículos exigiendo mejoras en la educación, más bibliotecas, más centros de arte, más museos... Ahora se están haciendo tímidos progresos, pero la sociedad está sumida en un analfabetismo de siglos cuya máxima expresión es el dominio absoluto de lo político en la vida de todos. Del más pobre al más rico, todo el mundo vive cotidianamente bajo las medidas del gobierno, bajo los rumores de alzamiento, bajo las amenazas y bajo las consignas de unos y de otros. Vivimos bajo lo político, cuando deberíamos vivir bajo lo poético. Y así llevamos tantos cientos de años, clavados permanentemente sin saber a ciencia cierta si progresamos o retrocedemos.
Nada me gustaría más que una explosión cultural, un nuevo Siglo de Oro, pero estoy convencida de que nunca más volverá a darse una confluencia de tan sabios intelectos, sencillamente porque el crispado ambiente político sólo reconocería el arte si es afín a sus intereses, nunca como creadores libres e independientes y los obligaría a tomar parte en el entramado político. Y así pasamos los días, en una incertidumbre cuyos pétalos no se terminan nunca de deshojar. Sin embargo, aún tengo fe. Quiero pensar que, como escribió Salvador Rueda, de divinos y eternos manantiales, que son mundos y soles, descendemos.
Hice esta reflexión viendo la película La kermesse héroique. No creo que usted la haya visto. Está prohibida en media Europa, pero tío Alberto tenía una cinta en la biblioteca. ¡Dios sabe de dónde la habría sacado!
Es una trama sobre la entrada de los Tercios españoles en un pueblecito de Flandes, un canto a la vida y a la libertad, un guiño irónico y divertido sobre la guerra. No me extraña que haya sido prohibida, porque, al fin y al cabo, es un grito provocado por el hastío de la guerra.
¿Recuerda que le hablé de la biblioteca de mi tío? Desde que muriera, me pertenece. Él quiso dejármela en herencia, aunque nadie sabe que la conservo porque primero mis padres, después mi esposo y ahora mis hijos querrían apartarme de ella. Está en un antiguo monasterio que una señora riquísima regaló a tío Alberto por alguna razón que no quiero ni imaginar. Él lo convirtió en un microcosmos cultural. Mi pequeño secreto, que le confío a usted, es que de vez en cuando me escapo y la visito, pero se me van acabando las excusas para ausentarme de casa. Aquí conviven en perfecta armonía Shakespeare y Mozart, Picasso y Buster Keaton y ellos me hacen compañía mientras me olvido de todo y me invitan a morder la manzana prohibida del árbol del conocimiento. Puede hacerse una idea de cuánto he disfrutado las horas que he podido pasar aquí escondida, viendo películas, releyendo a Verlaine y aislándome del mundo. En el despacho que era de tío Alberto, sobre su gran mesa de caoba, embriagada por la bellísima y dulce voz de Benjamino Gigli iluminando la estancia con La vita é inferno all’infelice, sintiendo tanta ternura derramada, escribí estos versos que hoy le mando.
Le ruego que disculpe nuevamente la forma que he utilizado para hacerle llegar mis poemas, pero, créame, mucho más lamento yo no poder quitarme la máscara y hacer lo que siempre he querido y decir, como la Nora de Ibsen, que soy una persona igual que todo el mundo, y que quiero ser libre. En fin, creo que usted me comprende, y no porque tengamos más o menos la misma edad, sino porque usted y yo no somos muy diferentes. Ovidio tenía razón: Tristis eris si solus eris.
Atte. Beatriz
El acomodador había terminado de barrer colillas, papeles, cáscaras de pipas y demás basura y se detuvo a su lado. Bernardo sostenía la carta en la mano, pero su mente estaba muy lejos de allí. Quizá vagando a la búsqueda del lugar donde no hay oscuridad, el lugar sin miedo, como creía Beatriz que era donde se encontraban las almas sensibles.
—Eh, oiga... ¿Le importaría levantarse? Vamos a cerrar y todavía tengo que terminar de barrer...
—Sí... Sí... Claro —respondió Bernardo como volviendo de un trance hipnótico.
Recogió sus cosas y salió del cine con aire ausente. Los vecinos habían regado las calles de tierra recalentada y, a pesar de ser ya noche cerrada, del suelo seguía saliendo un vaho denso, como de sauna finlandesa, que confería a la ciudad un aire tétrico. Bernardo no reparó en ello. Su mente seguía aprisionada por el embrujo que Beatriz había tejido sobre él con sus cartas y sus versos, por el extraño amor que estaba experimentando por una mujer de la que no sabía apenas nada.
Absorto como iba, tampoco reparó en la sombra que le salió al encuentro y lo dejó inconsciente de un culatazo.
Luego, todo se volvió negro.