Islas

Si pienso en una isla siempre aparece la misma imagen, un dibujo infantil que seduce y perturba al mismo tiempo: una pequeña elevación de arena dorada con verdes palmeras rodeada de azul por todas partes. Parece estar vacía, pero hacia allá vuela la imaginación pintando un cofre enterrado por piratas, o el esqueleto de algún náufrago perdido para siempre.

Las primeras novela que leí en las que aparecía una isla no fueron La isla del tesoro ni Robinson Crusoe, esas llegaron después. Mis lecturas y mi cronología vital nunca han ido muy aparejadas.

Fue en una mañana de hace muchos años. Yo era entonces una chiquilla y una lectora voraz de tebeos y de los periódicos atrasados que mi padre amontonaba para liar el trigo. Pero aquella mañana iba a resultar especial desde el momento en que entró en la tienda un señor con gafas, traje y corbata, que se presentó  como representante del Círculo de Lectores y sacando unos libros del maletín, los puso sobre el mostrador mientras trataba de convencer a mi padre de las bondades de la lectura, de lo importante que era para los chiquillos, y  de  las ventajas para el desarrollo mental. Yo, que andaba por allí ayudando en lo que podía, me quedé  pasmada al ver la mercancía que aquel hombre mostraba con tanta soltura. Mi padre, que sabía cómo me gustaba leer, no se lo pensó mucho y me dijo que eligiera dos de los libros. Yo los miraba sin decidirme, por lo que el paciente señor sacó todos los que llevaba. Enseguida mis ojos se posaron en dos volúmenes. Uno de ellos llevaba una mariposa en la portada. Ya no dudé más.

Había elegido Papillón y el Conde de Montecristo.

Muchas veces me he preguntado qué me llevó a elegir esos dos libros precisamente. Según Voltaire, la casualidad no es, ni puede ser más que una causa ignorada de un efecto desconocido. Me quedo con esta apertura al misterio, porque lo cierto es que esas dos novelas, pese a mi corta edad, calaron hondo. Las dos comparten una cárcel isla, las dos muestran la crueldad que puede albergar el ser humano, en las  dos vuela el ansia de libertad y los desvelos  por conseguirla, las dos son ejemplos de la injusticia ejercida a través del propio sistema judicial; en fin, ya las conocéis, qué os voy a contar.

Lo que me ha hecho recordar este lejano episodio ha sido la apertura de 'Alligator Alcatraz', esa cárcel  para migrantes en la que piensan aislar, en medio de un humedal plagado de caimanes, cocodrilos, pitones y mosquitos propios de la más terrible pesadilla, a todos aquellos que al presidente de EE.UU, con su particular forma de gobernar, le salga de las narices.

Esa cárcel en medio de la nada, custodiada por la naturaleza más feroz y sometida a las inundaciones propias del humedal será el destino de muchos considerados culpables sin que medie juicio alguno. Su culpa habrá sido ser migrantes indocumentados. Eso bastará.  

Cuántas islas naturales y artificiales no se han levantado para aislar al ser humano, para humillarlo y en última instancia anularlo por completo.

Cuántas islas emergen en este gran océano de alienación diseñado para encarcelarnos, para encerrarnos en lo más profundo de nosotros mismos. Rodeados de miedos, ataviados de falsas expectativas, descorazonados.  Soledades errantes transitando por la vastedad del asequible juguete puesto en nuestras manos. Conectados con todo y a la vez desconectados de lo esencial.

Cuántas islas se han elevado sobre la superficie de nuestras ciudades; de este mundo nuestro que han delineado al milímetro basándose en la línea dorada de la economía.

Si en todo tiempo ha habido núcleos de resistencia que han hecho frente a las injusticias y arbitrariedades, hoy la resistencia es más necesaria que nunca; porque lo que está en juego es nuestra propia humanidad.

Resistir, crear redes, no virtuales sino humanas. Redes vecinales, círculos creativos, sociales, artísticos. Núcleos de resistencia; lugares donde hablar, discutir, escuchar al otro. Lugares que acojan, que ayuden, que enamoren. Espacios de convivencia en los que todos tengamos cabida. Los vamos a necesitar; llegará el momento en el que tengamos que intervenir.

Y si alguna vez precisamos de una isla, porque necesitemos de cierta soledad, que sea nuestra isla. La creada por nuestro propio corazón y de la que podamos salir y entrar a voluntad mientras reivindicamos la hermosura de vivir.

¡Qué bien lo expresaba Gabriel Celaya!:

“Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo; / pasar por un camino que huele a madreselvas; / beber con un amigo; charlar o bien callarse; / sentir que el sentimiento de los otros es nuestro; / mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha, / ¿no es esto ser feliz pese a la muerte?"