El viento frío (IV)
Finaliza el relato en cuatro partes de Francisco Gálvez con el que ganó el accésit del certamen de relatos de Vélez-Málaga
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que perdiera el conocimiento tras la paliza. No podía hacer ningún movimiento. Era una pesadilla. Estaba seguro de que era el típico sueño angustioso donde uno, por más que lo intente, no puede moverse. Intentó abrir los ojos. Ya no tenía ninguna venda, pero sólo pudo entreabrir uno. Una oleada de pánico se apoderó de Bernardo. ¿Dónde estaba, qué pasaba? Poco a poco le llegaron retazos de memoria: la película, la carta de Beatriz, la celada en el callejón, los golpes, el miedo, la tortura, el olor de la celda...
De algún rincón emergió, nítida, la poderosa voz de Enrico Caruso mezclándose con sus recuerdos: El momento se ha ido y es mi último día... Muero desesperado, y nunca he amado tanto la vida...
Imágenes. Frases sueltas.
Estás entre amigos...
Cuando lleguen los nuestros...
Y, al fin, mezclándose con el aria de Puccini, las palabras demoledoras de Ovidio: Tristis eris si solus eris.
Si solus eris...
Hizo un esfuerzo titánico por liberarse de la pesadilla que lo atenazaba poniéndose de pie y gritando con furia, pero sólo consiguió sentirse más frustrado y se dejó caer, llorando desconsoladamente.
—Señor... Calma, señor... ¡Tranquilícese! —susurró una voz de mujer en sibilante español—. Todo está bien...
— ¿Qué ocurre...? ¿Quién es usted...? ¿Dónde estoy...?
—No tenga miedo, señor, soy enfermera... —dijo, con aquel extraño y dulce acento—. Está usted a salvo. He tenido que atarle porque tenía pesadillas y se caía de la cama, pero ahora que está despierto ya puede moverse libremente...
—Pero... Pero...
—Ahora todo está bien... Descanse... Debe descansar...
La enfermera cubrió a Bernardo con la sábana, le acarició el cabello, y salió de la estancia. Cuando quedó solo, hizo ademán de incorporarse, pero cada movimiento le producía un fuerte dolor y sentía náuseas, por lo que decidió seguir tumbado. Con la vista borrosa, advirtió que se encontraba en una habitación amplia y limpia. Un cuadro de Magritte de su etapa surrealista en una pared y la mesita de noche junto a la cama, era toda la decoración del dormitorio, pero, al menos, olía bien. La voz de Caruso emergía de un gramófono de una habitación contigua. Aunque su mente trabajaba buscando respuestas, la tensión de los primeros momentos iba desapareciendo lentamente.
Fue entonces cuando reparó en el sobre.
Estiró un brazo hacia la mesita de noche. El dolor era intenso, pero logró alcanzarlo. Estaba abierto. Dentro había una carta. El labio inferior comenzó a palpitar. Abrió y cerró el ojo varias veces intentando aclarar la vista y fijó su atención en aquellos familiares caracteres góticos.
Estimado Bernardo.
Tendrá usted muchas preguntas en su mente. No se preocupe: intentaré contestarlas todas en esta carta. Verá, los rumores que tanto temíamos se han hecho realidad. Ahora mismo existe una gran confusión. Lo único cierto es que militares se han rebelado contra la República y en España reina el caos. En muchos pueblos y ciudades están fusilando a los políticos... y a los periodistas. Nuestra ciudad no iba a ser una excepción y por eso, mientras ustedes disfrutaban de Imperio Argentina, en el cuartel de la Guardia Civil se repasaba la lista de nombres que debían ser fusilados. Entre ellos, por supuesto, estaba usted. Yo ya lo sabía desde hacía tiempo, porque mis hijos anhelaban este día y, como consideran que una no entiende “de esas cosas”, hablaban abiertamente en las reuniones familiares de cuando entraran los suyos. Usted, casi siempre, era la estrella en sus charlas. De hecho, fue gracias a mis hijos por lo que comenzó a intrigarme ese periodista que clamaba por el analfabetismo secular de los españoles. Es irónico que sea gracias a ellos que pude encontrar alguien que me comprendía, me daba calor y me hacía sentir menos sola con sus escritos, sus libros, su amplia cultura y una especial sensibilidad que revestía de humor, a veces incluso cinismo, lo que no era más que sufrimiento.
También gracias a ellos, o mejor dicho gracias a una de mis chismosas nueras, supe que lo habían llevado al cuartel de la Guardia Civil. Llamé entonces a viejas y poderosas amistades que me aconsejaron recurrir al lenguaje universal que hace que todos nos entendamos: el dinero. Pagué los sobornos convenientes y, aunque su estado de salud era muy delicado, decidí correr el riesgo y mandarle en el primer avión hacia París...
Casi puedo ver su cara de sorpresa. Efectivamente, se encuentra usted en París; en concreto, en la biblioteca de tío Alberto, acostado en la que era su cama. Creo que en ningún sitio podrá usted recuperarse mejor de las heridas del cuerpo y del alma. Aquí estará bien.
Ya no tengo familia, ¿sabe? Se han vuelto todos locos y agresivos y nada me retiene ya. Por mi parte, espero poder reunirme pronto con usted.
Ha llegado un viento frío,
de frío invierno en pleno verano,
las luces de la ciudad se han apagado,
las lágrimas se han convertido en río.
Soy soledad, soy frío,
a mi corazón desangelado le falta calor,
le falta tu verso alado:
la única verdad en la que confío.
Además, alguien tendrá que enseñarle París...
Atte. Beatriz