sábado, 13 de diciembre de 2025 20:02h.

El viento frío (III)

Relato en cuatro partes de Francisco Gálvez con el que ganó el accésit del certamen de relatos de Vélez-Málaga

La celda apestaba. Tumbado en el suelo de piedra, con las manos atadas a la espalda, semidesnudo y una venda cubriéndole los ojos, Bernardo sintió un súbito y profundo dolor en el abdomen y despertó sobresaltado.     

—Vamos, ¡espabila! —gritaba alguien desconocido mientras le golpeaba con un objeto rígido que identificó como una porra. Bernardo permaneció muy quieto, aún mareado por el golpe en la cabeza, encogido como un bebé en el útero materno con la absurda esperanza de que lo creyeran dormido y eso trazara una barrera psicológica que impidiese a sus captores hacerle daño. Mientras le inundaba el calor de la orina al deslizarse lentamente por sus piernas, sintió otra presencia situarse cerca de él. El extraño lo examinó superficialmente durante un instante y exclamó:

—Levántate, hombre. Si aquí estás entre amigos... Mira, te acompañan el señor alcalde y los concejales, y también el director de ese periódico de mierda en el que trabajabas, y mucha más gente... Estamos haciendo limpieza, ¿sabes? —Ante la muda respuesta, esbozó un gesto de desprecio y sentenció—: Bueno, no perdamos más el tiempo. Ya está despierto y se ha meado en los pantalones... ¡Llévenselo!     

Lo sujetaron por las axilas y lo arrastraron hasta otra sala de la estancia. Allí lo sentaron en una silla cuyos crujidos ahogados solapaban sus propios quejidos, y lo sujetaron por los hombros. Siguió un largo silencio, sólo interrumpido por el sonido de las caladas que alguien, quizás su torturador, daba a un cigarrillo.     

— Bueno, señor Suárez, nos alegramos mucho de que por fin despierte —dijo el desconocido con un tono conciliador que a Bernardo le aterró aún más—. Es un honor para todos nosotros que nos visite alguien tan sensible, tan culto, tan...     

—¿Quién es usted? —musitó Bernardo con voz rota sin poder contener el temblor de los labios—. ¿Qué quiere de mí?     

El puñetazo en la boca lo tiró de la silla, pero lo volvieron a sentar rápidamente. Él había provocado deliberadamente a su torturador. Quería saber con qué clase de gente estaba tratando, pero no había previsto una reacción tan violenta. Ahora ya lo sabía.     

Le habían destrozado dos dientes y de un labio manaba un hilillo de sangre. Todavía ignoraba qué estaba pasando, pero en adelante decidió comportarse más dócilmente.     

— Aquí las preguntas las hago yo, señor periodista... —dijo el hombre acariciándose los nudillos. Bernardo no dijo nada; mantenía un gemir intermitente que interrumpía sólo para escupir pequeños trozos de diente empapados de sangre—. ¿Te acuerdas de las cartas que te enviábamos? —continuó con el mismo tono suave de antes—. Sí, éramos nosotros los que te avisábamos: “Si sigues así, te fusilaremos cuando entren los nuestros”. ¿Recuerdas? —Se acercó a Bernardo, que continuaba en silencio, lo agarró por los pelos, le obligó a levantar la cabeza y, gritando, volvió a preguntar—: ¿Recuerdas, hijo de puta? ¿Lo recordarás cuando te fusilemos esta noche?     

Volvió a pegarle un puñetazo y Bernardo volvió a caer al suelo, pero esta vez nadie lo levantó. Al contrario, quien quiera que fuese el torturador, desplegó sobre él una lluvia de patadas y puñetazos que de haber durado más tiempo, hubiese dejado sin valor la amenaza misma de fusilamiento. Pero antes de perder el conocimiento, retuvo, como una imagen fija, un único pensamiento: Los suyos.      

Al fin habían llegado.