El viento frío (I)
Sobre la tarima improvisada, elevando la voz por encima del incesante crujir de las tablas, el desconcertado Corifeo intentaba comprender por qué Prometeo había traicionado a Zeus ayudando a los mortales.
—Puse en ellos grandes esperanzas...
El bochorno de la tarde había desaparecido. La noche de junio era fresca, pero a la gente le gustaba más pasear por la feria que asistir a la representación teatral que el ayuntamiento había organizado dentro de los actos culturales por las fiestas locales.
A Bernardo no le importaba encontrarse solo en mitad de una fila vacía. Mejor. A su edad, había aprendido que mucha gente significaba mucho ruido, y así podía dejarse prender por la tragedia de Esquilo, al amor de la noche estrellada.
Aunque el actor no lograba transmitir la desolación de Prometeo en el roquedal solitario al que había sido condenado por Zeus, Bernardo ya iba escribiendo mentalmente la crónica para La Verdad. Él no le hubiese dado el fuego a los mortales. ¿Para qué?
—Gracias a él, aprenderán numerosas artes...
Las artes. Bernardo, tras dar un vistazo a su alrededor, estaba seguro de que la decena escasa de espectadores no le hubiese compensado a Prometeo por tan horrible castigo divino. ¿De qué valían aquellas muestras culturales si la gente prefería las atracciones de la feria y las casetas donde le servían vino y tapas de queso y lomo en orza? O, quizá, podía ser que muchos de los que hubiesen querido ver el teatro, estuvieran en esos momentos intentando mitigar su miseria en otra parte. O, quizá, sencillamente, era que se estaba haciendo viejo.
Mientras tomaba notas para el artículo, una frase cruzó fugaz por su mente y la escribió en la libreta para no olvidarla: “La República no va a cambiar en unos años el atraso en el que siglos de monarquía han sumido a España”.
Miró a su alrededor otra vez, comprobando que ya apenas quedaban seis personas. Las valoró mentalmente: un soldado diciéndole cosas al oído a una chica en un rincón alejado, un gordo roncando plácidamente tres filas más atrás, una señora elegante que ocultaba su rostro con un enorme sombrero, conversando con un niño ya de pie a punto de irse, y un pobre periodista conteniendo las ganas de decirle a Prometeo que había sido un estúpido y salir corriendo de allí.
Volvió a coger la libreta y escribió: “Comprendo que los gobernantes quieran acercar la cultura a la gente de la calle, pero estos no quieren ni comprenden el arte, quizá porque durante tantos siglos ha estado reservado a las élites o quizá porque otros problemas más graves, como la pobreza crónica, ocupan la mente de los españoles...”. Paró un momento para buscar las palabras adecuadas para rematar la frase, pero se sintió observado y tapó la libreta instintivamente. El niño estaba junto a él, mirándolo. Era el chico que conversaba con la mujer del fondo.
—¿Qué quieres, muchacho?
—Esa señora me ha dado esta carta para usted, señor —dijo, señalando con el dedo hacia una calle lateral que daba acceso a la plaza. Él siguió la dirección indicada con la mirada, pero no había nadie. Cogió el sobre y miró al niño, pero éste no se movía del sitio.
—¿Quién es esa señora? ¿La conoces?
—No, señor.
—Muy bien, chico -dijo, encogiéndose de hombros-. Gracias, ya puedes irte.
—Es que la señora me dijo que usted me daría dinero.
Observó que el niño no llevaba zapatos y la ropa estaba raída y sucia, pero tenía el brillo en sus ojos del pillo buscavidas, y asumió que quería sacar dos propinas por un mismo recado. Dudó un momento, pero acabó dándole unas monedas y un caramelo, que el niño cogió de un zarpazo y se fue a la carrera hacia la feria.
En el auditorio no había ninguna novedad. La pareja seguía en lo suyo y el tipo dormía con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás. Sacó un cigarrillo sin filtro, lo encendió parsimoniosamente y abrió el sobre. Con toda seguridad, pensó, alguien le había escrito una carta para amenazarlo o para que la publicara con seudónimo. Por todas partes se oían rumores de un inminente golpe de estado y muchos no se atrevían a firmar lo que escribían, sobre todo en un periódico con una línea editorial tan prorepublicana como La Verdad.
La carta, como él esperaba, venía sin firma y sin dirección, pero su contenido, escrito con una peculiar letra con ribetes góticos, no era el acostumbrado:
A la atención del Sr. don Bernardo Suárez.
Permítame que no me presente, pero mis circunstancias especiales me aconsejan no hacerlo. ¿Ha leído usted La divina comedia? En el Canto primero, Dante sabe que se ha apartado del camino recto y ahora se ve perdido en una selva tenebrosa. No sé si entenderá la metáfora, pero algo así me pasa a mí. No piense mal. Sólo le pido que lea mis poesías y estime si pueden ser publicadas. A usted le parecerá una tontería tanto misterio para tan poco, pero cuando termine de leer mi carta comprenderá mis motivos.
El camino que he seguido es el de una mujer infatigablemente laboriosa, madre complaciente y esposa sumisa; mi selva oscura —por continuar con Dante— es la de la poesía, el cine, el teatro y la libertad. Entiendo que usted se sienta algo incómodo, pero puede imaginar que mucho más me siento yo, pues aunque no estoy haciendo nada horrendo, creo íntimamente que estoy traicionando la fe que mis padres y mi marido, que en gloria estén, depositaron en mí y la imagen que para mis tiquismiquis hijos debe tener una respetable viuda, aunque no haya cumplido aún los 50 años. Sin embargo, llevo tantos años ocultando mi verdadera personalidad que no he podido soportarlo más tiempo y, al leer sus crónicas, me he decidido a mandarle unas poesías.
Verá, yo me crie en un ambiente muy pudiente, pero tan austero, estricto y odiosamente moralista que cual-quier deseo o sentimiento era sepultado por el peso de la tradición. Así fui creciendo, hasta que mi tío Alberto —el díscolo, el vividor, el viajero, el rico y pobre tío Alberto— vio algo en mis gestos, en mis ojos y en algún comentario salido de mi boca —según mis padres “escandaloso e inapropiado para una señorita”— y me dijo que la persona instruida lleva en sí misma sus riquezas, que buscara continuamente la sabiduría como si fuese a vivir siempre, y me llevó a su biblioteca, cometiendo el pecado terrible de inocularme el veneno de la cultura.
En ella pasaba largas temporadas. Mientras los demás niños jugaban en la calle, yo pasaba las horas navegando con Simbad, luchando contra los moros de Berbería o sufriendo de amores imposibles, pero en casa empezaban a preocuparse por mi aparente distanciamiento de la realidad, mi mirada nostálgica y mi imposibilidad por prestar atención a las enseñanzas domésticas.
La biblioteca de mi tío era mi mundo, mi pequeño mundo, donde escribí los primeros poemas de amor y un montón de relatos fantasiosos sobre mundos que yo no conocía, empujada por las animosas críticas de tío Alberto. Y en ese refugio que era la biblioteca me sentía absolutamente libre. Así que se puede imaginar —al descubrirme— el enfado de mi padre, la decepción de mi madre y los latigazos con los que intentaron sacarme ese veneno a fin de que mi alma no se perdiera para siempre y aún pudiera convertirme en una mujer de provecho. Y desde entonces, mi pecado es leer a hurtadillas y escribir cuando todos se han acostado y la noche me pertenece. Y no hay marido ni padres ni hijos. Sólo el candil, la luna y yo.
Me he dirigido a usted porque he visto en sus escritos a una persona sensible, enamorada del arte y de la belleza; una persona más allá del gallinero político, que sufre con el dolor de los demás y ve en el arte el único camino posible de redención del hombre. Si nunca le hubiese leído a usted, tenga por seguro que jamás hubiese publicado mis poesías.
Espero haber aclarado cualquier malentendido con esta carta que, créame, me ha costado escribirla muchas noches sin poder dormir, dudando de si debía enviársela o no. Una cosa más: si tiene a bien publicar estos poemas que le adjunto, me gustaría que fuesen firmados como Beatriz.
Muchas gracias.
P.D.: Mi tío guardaba algunas cartas de Fernando Pessoa, el escritor portugués que falleció el año pasado con el que compartía la afición por la astrología. ¿Sabía usted que se llama igual que el heterónimo que utilizó para escribir su Libro del Desasosiego? Es sólo una casualidad, pero me ha parecido curiosa.
Atte. Beatriz
Encendió otro cigarrillo y volvió a leer la carta. En el estrado, los actores agradecían el aplauso desganado que les regalaba el soldado mientras la chica se ajustaba el sujetador.
Beatriz. La amada de Dante. Y él, un heterónimo de Pessoa. Personajes ambos manejados al antojo de sus creadores; personajes sin más voluntad que la del escritor que rige sus pasos; personajes, en cualquier caso, inocentes de los giros del destino.
Dio una profunda calada al cigarrillo y notó el humo quemarle los pulmones. Cerró los ojos y pensó que, íntimamente, comprendía a aquella mujer. A la redacción llegaban muchos escritos anónimos. Eran tiempos duros. Todos los días sonaba un nuevo rumor sobre el golpe de estado que, presumiblemente, estaban preparando los militares y muy pocos se atrevían a mojarse, a que su nombre apareciera en un periódico y quedara señalado para siempre. Cada artículo que publicaba recibía cuatro o cinco anónimos amenazando con fusilarlo cuando llegaran los suyos. A la crispación política se le añadía la presión de las “buenas costumbres” y la de la Iglesia, que no permitía el más mínimo atisbo de lo que ellos consideraban inmoral. Podía haber llegado la República, podía gobernar un partido de izquierdas e intentar profundas reformas estructurales, pero en aquella España una mujer culta e inteligente como parecía ser Beatriz, tenía que esconderse para poder dar rienda suelta a su creatividad.
Comprendía a la misteriosa mujer, y comprendería, mejor que ningún lector, los versos con los que cerraba el poema.
Y la vida, la vida soñada,
la visualizo como una suma de instantes
de infinita belleza.
Cuando abrió los ojos, ya no quedaba nadie en la plaza.