martes, 29 de julio de 2025 00:00h.

Carta a un párvulo amor

Margarita García-Galán escribe una bellísima carta a un amor evanescente y lejano que se cuela, muchos años después, por los intersticios de la memoria

Yo tenía trece años, una melena rizada,  unos ojos curiosos que querían beberse el mundo y un corazón sensible que latía con fuerza al son de la primavera. Abril pasaba por mi ventana invitándome a vivir, a perderme en la espléndida policromía de su paisaje. Y me asomé a la vida aquella mañana templada que despertaba entre aromas de azahares y café.

Y entonces, te vi.

Estabas apoyado en esa palmera alta que casi llegaba hasta mi ventana y mirabas hacia arriba, buscándome. Recuerdo tu pantalón corto, tu pelo castaño, tus manos en los bolsillos y esa sonrisa tímida y sugerente que me desconcertó. Mi corazón latió de otra manera y abril se me hizo más abril. Cogí mis libros, mi bocadillo y mi rebeca y bajé las escaleras de mi casa, nerviosa, pensando en lo guapo que eras y esperando que aún estuvieras allí.

Me esperabas, sí. Sonreíste al verme y me dijiste que hacía días que me veías pasar por tu calle hacia el instituto, y pensaste que podríamos ir juntos. Yo te conté que acababa de llegar de una ciudad del sur que tenía mar y unos vientos casi constantes que peleaban entre ellos por hacerse oír. Te conté que me dio pena dejar aquella calle con casitas blancas y geranios, y la playa de arena dorada donde aprendí a nadar. Que me estaba acostumbrando a la vida nueva, en ese barrio tan alegre donde ya empezaba a tener amigos. Me llamo Inés -te dije- como mi abuela. Y yo Manuel, como mi padre -dijiste tu-. Nos reímos y nos fuimos juntos andando despacio, hablando sin parar mientras yo tocaba los troncos de los árboles que verdeaban y ventilaban la calle larga que nos llevaba al instituto. Me preguntaste por qué lo hacía y te dije que me gustaba, como bañarme en el río, como oír cantar a un pájaro, como oler la hierba fresca... “Me gusta sentir el pulso de la naturaleza. Los árboles me transmiten su fuerza, la savia imparable que fluye por ellos; tocarlos me llena de vida”. Tú me oías, sorprendido, y entonces pusiste tu mano en el tronco rugoso de uno de ellos y cerraste los ojos como queriendo sentir lo mismo que sentía yo.

 De aquella mañana de abril hace muchos, muchos años, pero nunca la he olvidado. A partir de entonces nos veíamos a diario, la palmera alta era el punto de encuentro y testigo mudo de cómo la niña de la melena rizada y el niño del pantalón corto se iban acercando más y más. Pienso en ello hoy, cuando el tiempo lluvioso y frío de primavera revuelta me ha puesto un poco triste. Y te escribo esta carta sin saber si sigues allí, en la ciudad luminosa llena de naranjos, en la calle con árboles que nos veía pasar.

Un suspiro de nostalgia me ha devuelto a la calle de entonces; llueve hoy como llovía uno de esos días que me esperabas debajo de la palmera. Te veo sonriendo, abrazando los libros para que no los mojara la lluvia mansa que te rodeaba; mirabas hacia arriba como siempre, expectante, contento, paciente, esperándome como si no hubiera nada después de mí. Creo que ese día empecé a quererte. Nos fuimos a clase bajo la lluvia refugiándonos en mi pequeño paraguas, sorteando los charcos, tocando los árboles mojados, sintiendo la vida alrededor.

A lo largo de todos estos años, pocas veces he vuelto a sentir algo tan hermoso como aquel día bajo la lluvia. Sin decirnos nada, nos lo dijimos todo mirándonos, y cuando llegamos al instituto me quitaste unas gotas de agua que corrían por mi libro de literatura y me rozaste la mano... Sentí un temblor nuevo, un latigazo interno, un latido fuerte... Sentí la vida, como en el tronco de los árboles. Creo que tú lo notaste, Manuel, te pusiste nervioso y estuviste a punto de decirme algo. Luego, de vuelta a casa, hablando de versos y de ecuaciones, yo notaba que algo nuevo se palpaba entre nosotros: la pausas, los silencios eran tan elocuentes que casi no necesitábamos hablar. Qué sensación tan nueva, tan dulce, tan atrayente. Me dijiste que me veías jugar en la calle, reír con mis amigas, pasar con los libros cuando iba a clase; me dijiste que te gustaba mi nombre, mi pelo rizado y mi sonrisa... Latía como nunca mi corazón de niña; latía tan fuerte que me hacía pensar que tú lo notarías en cualquier momento.

Sentí la intensidad del verso de Bécquer que me gustaba tanto: la tierra y el cielo me sonreían y llegaba hasta el fondo de mi alma el sol. De pronto, lo vi todo de otra manera: la calle, los árboles, la lluvia intermitente..., todo cobraba una dimensión diferente. Tus ojos se convirtieron en el centro de casi todo, tu mundo fue mi mundo y la primavera nunca me pareció tan hermosa. Casi sin poder hablar, te dije que yo también me sentía más feliz desde que eramos amigos, y que me gustaba verte debajo de la palmera esperándome. Tú me oías sin pestañear, se te iluminaron los ojos y me sonreíste como nunca, y nos fuimos a casa felices, tocando los árboles a la vez, rozándonos los dedos... Tocando el cielo con las manos.

La primavera pasó y el verano pasó, el tiempo lava y desenvuelve, ordena y continúa -decía Neruda- y por esas cosas del destino, el invierno me alejó de tu ciudad, de tu calle y de ti. Ajeno a nosotros, el tiempo ordenó y desenvolvió y siguió su camino. Empecé otra vida lejos, en una calle sin árboles en un pueblecito con mar. Estuve mucho tiempo triste pensando en ti, leía tus cartas sencillas, tus versos llenos de ausencia y melancolía, y me daba una pena tremenda. En cada tronco de árbol veía tus manos; en cada palmera te veía a ti. Pero las cartas se fueron distanciando y el latido de amor se paró. Y otra vez abril llamó a mi puerta. Otra vez la primavera se me aparecía en toda su intensidad invitándome a respirar su vida nueva. Tu imagen se me fue desdibujando, el amor a distancia se enfrió y un día cualquiera me miré en otros ojos, que alborotaron mis sentidos como nunca hubiera imaginado. Me enamoré de nuevo, esta vez para siempre. Tantos años después de aquella ilusión primera, paseo por la vida del brazo de otro amor. Él me esperaba en una esquina cualquiera de mis quince años, le gustó mi nombre y mi pelo rizado, como a ti, Manuel, y me hizo sentir la vida con la intensidad que soñé.

El tiempo ha pasado deprisa desde aquella primavera que nos alborotó el alma y que recuerdo aún cuando acaricio el tronco del viejo sauce que llora junto a un estanque. Hoy me apetecía escribirte esta carta sin saber muy bien por qué. Quizá para desempolvar ese íntimo rincón donde guardo los suspiros, los momentos hermosos que me hicieron vibrar, el pálpito de un corazón de niña que se abrió de par en par a la primavera.

Desde la serenidad que imprimen los años, te recuerdo hoy, Manuel. El párvulo amor que sentimos una vez se quedó varado en el tiempo, entre tu calle y mi calle; entre el ayer y el mañana. Y me dejó para siempre asomada a la ventana, y a ti esperándome debajo de la palmera.