Me quedo con el mito
Llega el verano con su aliento de fuego. Son días estos en los que una no tiene ganas de nada; en los que hasta el aire parece materializarse y el cuerpo se hace pesado.
Llega el verano con su aliento de fuego. Son días estos en los que una no tiene ganas de nada; en los que hasta el aire parece materializarse y el cuerpo se hace pesado.
¿Creéis en las hadas? ¿En los ángeles de la guarda? ¿En esos seres benéficos que a veces parece que os acompañan para facilitaros el camino? Pues en la vida de Salvador Rueda se les puede ver. Aparecen y lo guían, lo acogen y aconsejan. El primero de estos seres benefactores fue el padre Robles.
Me resulta de lo más placentero llegar a casa y sentarme en la cocina totalmente en silencio después de haber estado callejeando por el barrio tragándome ese soniquete producido por los motopicos (se cierran y abren zanjas como en un cuento de nunca acabar); el tráfico y sus consiguientes perfidias acústicas, y ese zumbido de abejorro, lejano pero presente, que proporciona la ciudad. Vamos, que en mi cocina estoy en el paraíso. A mí con el ruido me pasa como con el viento; me desquicia bastante.
Emilia García nos acerca la figura de Salvador Rueda de una forma íntima y delicada, ideal para conocer y dar a conocer la enorme talla poética y humana del genio de Benaque.
Italia, principios de los sesenta, una joven, esposa, madre y poeta, extenuada por el trabajo, la rutina cotidiana y la incomprensión del marido, se fuga de casa.
Entre barrancos, acequias, castaños centenarios, abedules, robles, chopos, y bajo un cielo de azul inmenso que siempre es promesa de mar en la lejanía, mirando al sur, los pueblos de Alpujarra de la Sierra son sueños de lo apacible y sereno. Allí, el silencio sólo es roto por el rumor de las aguas o de las frondas.
De la película inspirada en la novela homónima de Milan Kundera, hay una escena que siempre me viene a la memoria en los momentos en que he sentido el temblor de la felicidad. Ese momento en el que en décimas de segundo, me atenaza un miedo irracional por sentirme feliz, como si la balanza exigiera su equilibrio y el otro platillo reclamara su parte de dolor.
Atardecía en la calle Poeta Joaquín Lobato, y allá en lo alto, en la terraza de esa casa, sede de la Fundación Eugenio de la Torre, comenzaban a difuminarse las formas para dar paso al esplendor de la luna llena que se alzaba por encima de la torre franciscana y la ermita del cerro, testigos mudos de lo que estaba por comenzar, esa cita con la música y las palabras en la que siempre hay invitados sorpresa.
Seguro que habrá quienes, en algún momento de sus vidas, hayan fantaseado con la invisibilidad. Una ilusión, un juego mental que suele aparejar dos variantes en las que compiten el héroe y el villano.