Si pienso en una isla siempre aparece la misma imagen, un dibujo infantil que seduce y perturba al mismo tiempo: una pequeña elevación de arena dorada con verdes palmeras rodeada de azul por todas partes. Parece estar vacía, pero hacia allá vuela la imaginación pintando un cofre enterrado por piratas, o el esqueleto de algún náufrago perdido para siempre.
El faro, el alerta en la noche, el destello que posándose no se detiene, que rastrea e ilumina la superficie de las aguas allá donde la oscuridad reina.
No es la noche oscura de San Juan de la Cruz; ese cántico espiritual en el que el alma mística, liberada del tormento, al fin puede alzar el vuelo y hacerse una con su creador.
Salvado Rueda tiene 62 años y comienza a pesarle la soledad. Siente la desilusión de quien habiendo tocado las alturas, va notando el freno que las nuevas generaciones oponen a su vuelo. Los jóvenes comienzan a considerar la poesía de Rueda anticuada. A esto se suma la merma de su salud y la nostalgia de su terruño, de su Málaga querida. Pide el traslado a Málaga; y el 31 de enero de 1919 se le concede el puesto de Primer Grado de la Biblioteca Provincial con un sueldo de 10.000 peseta anuales. Será de nuevo otra alma amiga quien le permita la vuelta. Don Sebastián Briales del Pino, a quien por derecho correspondía el puesto, lo cede generosamente a Salvador.
Tengo tras el ventanal una casuarina; árbol de la tristeza lo llaman. Sus ramas, movidas por el aire, juegan con mis cortinas a las sombras chinescas.
El siglo XX comienza con Salvador Rueda en la cumbre de su trayectoria literaria; y así seguirá durante los primeros veinte años del novecientos. Aunque, a nivel personal, padeció la herida incurable de la muerte de su madre (1906) y de su hermano José (1915); a nivel artístico se vio ampliamente reconocido llegando al culmen con los viajes que realizó a Hispanoamérica y Filipinas. Aclamado y laureado como poeta de la raza. Salvador Rueda vivió los momentos más gloriosos de su vida.
La última década del siglo XIX se inicia garantizando la estabilidad económica de Salvador Rueda, quien ya tiene puesto fijo como Jefe de Negociado de la Dirección General de Instrucción Pública (1890) y poco después en 1894 será promocionado como Facultativo de Archivos y Bibliotecas. Con la confianza que ofrece el tener sueldo asegurado, Rueda se vuelca en cuerpo y alma a la creación literaria. Para cuando acabe el siglo estará en la cumbre de su carrera.
Arquitectos y obreros de construcciones efímeras, los niños juegan en ese límite entre lo húmedo y lo seco, frontera de espumas y sal que el mar traza a sus pies.