jueves, 26 de junio de 2025 16:05h.

Capítulo 2: El párroco maestro

¿Creéis en las hadas? ¿En los ángeles de la guarda? ¿En esos seres benéficos que a veces parece que os acompañan para facilitaros el camino? Pues en la vida de Salvador Rueda se les puede ver. Aparecen y lo guían, lo acogen y aconsejan. El primero de estos seres benefactores fue el padre Robles.

En Benajarafe, ese pequeño pueblo costero a orillas del mar, en el que el azul se mezcla con el aire y hasta parece respirarse, tiene parroquia el padre Robles, hombre de piedad y vocación de maestro que varias veces a la semana se sube en su borriquilla y hace camino hasta Macharaviaya y Benaque. Va con sus libros dispuesto a alfabetizar a esos chiquillos, hijos de jornaleros, gente pobre que no saben de letras; a sembrar en esos hombres del mañana la semilla del intelecto, o cuando menos, a que sepan defenderse con las letras y los números en el mundo que les tocará vivir.

Pero hay uno, de entre sus alumnos, que le tiene cautivado. Ese chiquillo que aprende tan rápido, el que se extasía escuchando las poesías, el que mira las cosas como si les viera el alma. Ese chiquillo, todo asombro y voluntad de saber, es Salvador Rueda.

Ese día, el padre Robles lleva consigo algo para el niño, algo que encontró a orillas del mar y que, junto a los libros, sabe que le hará mucho ilusión, porque ese niño que juega con todo, no tiene juguete alguno.

Así que, cuando Salvador, que  corre ladera arriba llamado por su padre, llega a la altura del párroco y le besa la mano, el padre Robles ya había sacado de su  pequeño capacho el regalo.

—Mira lo que encontré, Salvador. Es para ti  —y le pone la caracola al oído.

Al momento, el niño comenzó a escuchar la música del oleaje y, con la música, en su imaginación fueron apareciendo figuras. Sirenas que jugaban con delfines tras un barco enorme. El mar se hacía más y más grande, las olas se alzaban un poco y chocaban con la proa del barco, que pareciera cortar las aguas en dos rumbo a países desconocidos.

—¿Qué, Salvador, qué escuchas? —pregunta el cura.

Y Salvador responde:

—Música, padre. ¡La música del mar! ¡Y hasta veo un barco!

—Bueno, bueno…,  por  ahora vamos a dejar ese barco que navegue y vamos a escuchar la música de las palabras. 

El padre Robles saca un libro de poesía y se lo entrega al niño. Y allí a la sombra de una parra, se sientan los dos y comienza la lectura.

Sus primeras lecturas serían textos sencillos, como cabe suponer en un niño. Retazos de la Historia Sagrada, cuentos, fábulas; pero poco a poco darían paso a otras más profundas, porque Salvador Rueda leerá a Garcilaso,  Lope de Vega, Góngora, Fray Luis de León y a otros poetas de nuestro Siglo de Oro, gracias a este párroco que supo ver que en ese niño había un alma de poeta.

Cuando yo era niño, bajo la estantigua

de un retrato viejo, sobre una consola,

era ornato bello de mi casa antigua

la vasija extraña de una caracola.

 

La muerte y la vida, la naturaleza,

el amor, el vago latir del misterio,

lo copia en su nácar que llora y que reza

mi libro, que zumba con voz de salterio.

 

Corazón de nácar, cual vaso redondo,

es mi vario libro, que el sol tornasola;

¡poned los oídos, y oiréis en su fondo

el zumbido eterno de mi caracola.

Estas estrofas pertenecen al poema  Prólogo; en él, Salvador Rueda explica que su alma es como esa caracola, juguete y adorno de su casa, con la que él podía sentir la vibración y música de las olas marinas; esa caracola que él se acercaba al oído para escuchar la sinfonía de la Naturaleza. La inmensidad de la vida.

Y de esa inmensidad extraerá Salvador Rueda el tema diverso de su poética: Salvador canta a la naturaleza, al amor, al misterio, a la divino y a lo pagano, a la vida y a la muerte. A lo grande y a lo pequeño. Nada de lo que ven sus ojos le deja indiferente. Porque su alma, como la caracola, se hace el eco de todo cuanto le rodea, ya sea visible o invisible.