Capítulo III: Una nube
Parece que en la niñez el tiempo pasara despacio, que los días son inacabables, que hay lugar para todo. Tiempo para perderse en el ensueño que brinda el horizonte marino; tiempo para observar los nidos de perdices, abubillas, o verderones. Tiempo para escuchar los cuentos de la madre y los consejos del padre; tiempo para jugar con sus hermanos Ubalda y José. Pero en ese tiempo lento y armonioso, Salvador comienza a vislumbrar una nube.

Pasaban los años de la infancia entre el retozo al aire libre, la observación de la naturaleza y las lecciones del párroco; pero también había una pequeña nube oscura en el horizonte de Salvador, una nube que se acercaba y ensombrecía sus juegos infantiles y que llevaba consigo un soplo de preocupación. Pronto tendría que ayudar a la economía familiar y ocuparse de las cosas de adultos, arrimar el hombro, trabajar como un hombre.
Un día, el padre, que hace lo posible por iniciar al niño en algún menester, decide aprovechar uno de sus viajes para llevar al chiquillo con él.
— Lo mismo el hacer camino le gusta, María; ser arriero no está mal, y al niño eso de andar al aire libre le viene bien. Ese podría ser su oficio -le decía a su mujer, mientras preparaban el borriquillo.

Y de hecho, Salvador Rueda trabajó un tiempo como pequeño arriero. Así nos lo cuenta él mismo en este párrafo:
"He pasado muchas veces carretera de Málaga a Vélez-Málaga hecho un pequeño arriero, un hijo de campo, con mi carga de poesías no sospechadas, en la cabeza, y mi alma rebosando sueños, para que se me puedan olvidar cada sitio, cada piedra, cada árbol. Ese sol me ha dado a mí de plano en la cabeza cuando iba como sonámbulo bebiendo con el alma de par en par, esa naturaleza y esa luz".(*)
Pero hubo un viaje que le impactaría de verdad. Fue el que hizo con su padre y su hermana a Málaga.
Era la primera vez, en su corta vida, que veía la ciudad. Llevaba Salvador su caracola en la mochila y cuando se sentaban a descansar un poco a la orilla del camino, con el mar siempre a su izquierda, contemplando el vaivén de las olas, escuchando la música del viento, Salvador sonreía pensando lo que sería atravesar los mares y llegar hasta la otra orilla, lejos, muy lejos. Más acá del horizonte, las barquitas de pescadores flotaban en el agua, y la luz del sol producía destellos en toda su superficie. El mar era como un gigantesco diamante líquido.
Claro que de estos ensueños lo sacaba el padre.
—Venga, Salvador, no te duermas, que pronto llegamos -y reanudaban la marcha.
Cuando llegaron a la ciudad, el chico se quedó pasmado. Con ojos abiertos como ventanas, veía Salvador el trajín de gentes. Allí estaban, a lo lejos, las altas chimeneas de las fábricas, y a esta parte del río, la Alcazaba, la Catedral, la Coracha, la zona portuaria. Todo un mundo a la vista del joven Salvador que ahora le pedía a su padre que, por favor, lo llevara a ver los colegios. Tanto insistió que su padre accedió y, como les quedaba tiempo, pasearon por delante del Colegio de San Telmo y subieron hacia la Plaza de la Merced en dirección Calle Ollerías para que el niño pudiera ver la fachada del colegio Vicente Espinel. Era justo la hora en que los estudiantes salían por sus puertas casi en tropel. Salvador quedó impresionado al ver esa marea estudiantil. Y puede que un poco apenado también. ¡Cómo le hubiera gustado ser uno de aquellos muchachos!
Sin embargo, la pena se le pasa pronto, que no es Salvador niño que se deje llevar por la melancolía. Sus ojos brillan, su corazón aspira el aire de Málaga, y entre el bullicio de sus calles, entre los pregones de fruteras y floristas y el canto de los cenacheros, en sus labios se dibuja la sonrisa. Será poeta por muchos viajes que haga como arriero, piensa entonces. Y ese pensamiento lo guarda para sí.
Hace ya mucho tiempo… ¡qué tierna historia!
siendo los dos muy niños, los dos muchachos,
mi hermana y yo vinimos a ver tu gloria
dentro de los dos nidos de dos capachos.
Y en medio de la carga de pequeñuelos,
conduciendo la bestia que nos traía,
bajo el azul brillante que dan tus cielos,
bondadoso mi padre, se sonreía.
Vinimos desde el lado del alba ardiente,
que en nubes se envolvía de añil y gualda,
cual si a ti nos trajera la luz de Oriente,
y el sol nos arrojase sobre tu falda.
Se dilató mi infancia como un torrente,
algo rasgó en mi vida tu voz inquieta
y, al golpe que tu mano pegó en mi frente,
de tu suelo sublime me alcé poeta.
Y ya que fui poeta, noté tus sones,
Málaga a la que adoro con mis entrañas,
y escuché el coro inmenso de tus pregones
llenos de algarabías dulces y extrañas.

En estas estrofas del poema A Málaga, el propio Salvador Rueda nos habla de este viaje y del impacto que la ciudad le causó. De cómo los sonidos, los colores y olores, el bullicio de la ciudad, se prendieron en su corazón de niño. Y cómo paseando sus calles, tuvo la intuición de que lograría sus sueños. El poema es bellísimo, una honda y tierna declaración de amor a Málaga.
(*) Carta de Salvador Rueda a Vicente Luque Gutiérrez, en A. Quiles Faz, Salvador Rueda en sus cartas (1886-1933), Málaga, AEDILE, 2004, págs. 116-117.