Delito de vida
Italia, principios de los sesenta, una joven, esposa, madre y poeta, extenuada por el trabajo, la rutina cotidiana y la incomprensión del marido, se fuga de casa.
Italia, principios de los sesenta, una joven, esposa, madre y poeta, extenuada por el trabajo, la rutina cotidiana y la incomprensión del marido, se fuga de casa.
Entre barrancos, acequias, castaños centenarios, abedules, robles, chopos, y bajo un cielo de azul inmenso que siempre es promesa de mar en la lejanía, mirando al sur, los pueblos de Alpujarra de la Sierra son sueños de lo apacible y sereno. Allí, el silencio sólo es roto por el rumor de las aguas o de las frondas.
De la película inspirada en la novela homónima de Milan Kundera, hay una escena que siempre me viene a la memoria en los momentos en que he sentido el temblor de la felicidad. Ese momento en el que en décimas de segundo, me atenaza un miedo irracional por sentirme feliz, como si la balanza exigiera su equilibrio y el otro platillo reclamara su parte de dolor.
Atardecía en la calle Poeta Joaquín Lobato, y allá en lo alto, en la terraza de esa casa, sede de la Fundación Eugenio de la Torre, comenzaban a difuminarse las formas para dar paso al esplendor de la luna llena que se alzaba por encima de la torre franciscana y la ermita del cerro, testigos mudos de lo que estaba por comenzar, esa cita con la música y las palabras en la que siempre hay invitados sorpresa.
Seguro que habrá quienes, en algún momento de sus vidas, hayan fantaseado con la invisibilidad. Una ilusión, un juego mental que suele aparejar dos variantes en las que compiten el héroe y el villano.
“Reivindico el espejismo/ de intentar ser uno mismo/ ese viaje hacia la nada/ que consiste en la certeza/ de encontrar en tu mirada/ la belleza”. Escucho la canción de Aute y recuerdo un tiempo en el que la belleza la encontrábamos en la idea del bien colectivo, en la reivindicación y en la construcción de espacios democráticos, transformadores cultural y socialmente. En el esfuerzo y la camaradería alentaban la belleza, la utopía y la esperanza.
Miro a ese niño, casi un bebé, plenamente entregado al ‘juguete’ que lleva en sus manos. La mamá empuja la sillita con la derecha, en la izquierda el móvil, apéndice electrónico, con el que mantiene una conversación a voces. Es difícil no enterarse de eso que se supone conversación privada.
La pobreza es siempre mal venida. No cae bien. A lo sumo, se la mira de soslayo, se pasa rápido por su lado o se le deja caer alguna migaja: las sobras del banquete.
Eso de la comida rápida, no lo entiendo. No me extraña que tenga sus seguidores, porque el mundo parece ir a paso de desfile rápido, con un reloj en la mano y contando los segundos que invierte en cada uno de sus movimientos. Vaya a ser que llegue tarde a no se sabe dónde.
La vida nos depara momentos para todo. Hasta en esos instantes que consideramos vacíos y que transcurren en pura monotonía, cuando menos te lo esperas, salta la liebre y ¡zas! te topas con algo que no esperabas.
Hablar de timos en un país donde la picaresca llegó a la cumbre como género literario y donde quien más quien menos tiene conocimiento de ciertos personajes que elevan el sablazo a arte de esgrima, dejándote, si te descuidas, la cuenta corriente en las puertas de urgencias, podría parecer una paradoja si no fuera por la frecuencia con la que últimamente saltan las alarmas ante este tipo de delitos.