lunes, 25 de agosto de 2025 00:00h.

Un jazmín, un amor

Este relato, escrito en 2008, fue ganador del accésit comarcal del certamen de relato corto de Vélez-Málaga

Me corté las trenzas y volví aquel verano a mi pueblo. Después de unos años me encontraba de nuevo con los recuerdos de ayer, que mantenía vivos en mi memoria, a pesar del tiempo y de la distancia obligada. Me bajé del autobús, cansada y enfadada; aquellos autobuses de entonces, que olían a gasolina y se movían tanto, eran para mí un suplicio. Mi madre siempre llevaba toallas porque me mareaba sin remedio.

El pueblo, después de algunos veranos, me pareció distinto. Mis ojos infantiles de entonces se llevaron prendidas las imágenes de aquel castillo que me vio jugar,  con sus altos muros vestidos de hiedra y sus almenas cargadas de historia. Allí paseó su pena mucho tiempo atrás una condesa triste que esperaba a su amado don Álvaro de Luna, que andaba peleando en alguna larga batalla. Lloró tanto la dama que el castillo se llamó 'de la triste condesa', igual que la calle donde se encuentra. En aquella céntrica calle vivía también mi abuela. Mis ojos se encontraron de nuevo con la torre de la iglesia de piedra, que recordaba tanto. El cura de aquella iglesia merendaba muchas tardes chocolate con churros en casa de mi abuela.

La iglesia estaba en la plaza del Ayuntamiento, que se convertía en ventilado salón de baile cuando había fiestas o en plaza de toros de madera, tan típica en aquellos pueblos. Yo miraba todo con curiosidad y revivía algunas escenas de antes, como aquella vez que se escapó un toro y recorrió, ante el pánico de la gente, las calles del pueblo. Las campanas sonaron fuerte, avisando con su particular toque 'a toro escapao'. Las campanas entonces avisaban de casi todo: si se moría alguien, si había misas o procesiones, fuego en los pinares o si se escapaba un toro. Como estaban tan altas vigilaban la pacífica vida del pueblo y alertaban puntualmente si algo no iba bien. También había en el pueblo un pregonero, que avisaba a los vecinos de cualquier novedad interesante: “Se hace saber, de orden del sr. alcalde, que ha llegado al pueblo un camión de sandias”. Cuando anunciaba que había cine en la plaza, los vecinos iban llegando con las sillas de sus casas. Como no estaban numeradas, cada uno elegía el sitio que más le gustaba. Ver El fantasma del Louvre, que el pregonero leía tal cual, en aquella plaza tenía mucho encanto, oliendo a verano, a madera recién cortada y a resina, al lado de aquellas señoras gordas vestidas invariablemente de negro o de gris, y que te preguntaban, mientras veían al fantasma, cómo estaba tu madre o si tenían uvas las parras de tu huerto. Mi madre había bailado mucho en aquella plaza y alguna vez le brindó un toro el torero de la tierra. Me  gustaba ver las fotos amarillentas  que inmortalizaron esas escenas mudas que hablaban tanto del tiempo que pasó: una barrera  con mantón de Manila, una señora vistosa y una niña con trenzas que se tapaba los ojos porque le daba pena aquel toro desorientado que echaba de menos los prados verdes donde era feliz.

Aquel mes de julio el pueblo se llenó de gente. Forasteros, veraneantes de siempre o vecinos que trabajaban en Madrid y volvían cada año a vivir sus tradiciones. Se hacían vestidos nuevos para estrenar en la procesión de la Virgen o en el baile. Mi madre me compró un precioso vestido rojo con lazos de lunares en los hombros. El día que lo estrené, un chico mayor que yo, que era amigo de la familia, me dijo que le gustaban mis lazos. A partir de ahí el verano se convirtió en algo importante para mi joven corazón, que empezó a estrenar latido. Aquel vestido rojo fue mi favorito, y en las tardes cálidas de julio me lo ponía para él. Con los lazos muy planchados y el perfume de mi madre, paseaba con mi amigo nuevo, que me contaba historias de la familia y me enseñaba el castillo. Poco a poco me convertí en condesa y él, sin espada ni armadura, fue sin saberlo mi particular Álvaro de Luna. El rojo del vestido, el verde de la hiedra y los ojos claros de aquel chico, convirtieron mi verano en un ramillete de emociones nuevas. Cuando volviera a casa en septiembre  tendría mucho que contar a mis amigas.

Muchas tardes acompañaba a mi tía Luisa al santuario de San Pedro. La señora, muy beata ella, hacía siempre la novena del santo; a mí eso no me importaba nada, pero me gustaba pasear por aquella vereda llena de higueras verdes y de castaños, donde cantaban los grillos y las chicharras. La señora piadosa andaba despacio y canturreaba: Por el camino verde que va a la ermita, la fuente se ha secado y las azucenas están marchitas. Me gustaba esa canción que le iba tan bien al recién estrenado latir de mi corazón. Cuando llegaba al santuario, sus muros fríos, su silencio y los cantos en latín de los frailes me hacían sentir bien. Además, la tía Luisa me contaba que cuando moría alguien de la familia, esos frailes cantaban durante treinta días misas gregorianas para el descanso eterno de su alma. Yo no entendía mucho lo de eterno y lo de alma, pero en los bancos de la iglesia, con aquel fresquito y aquella paz, el cuerpo, al menos, descansaba bien después de la caminata diaria.

Desde la casa de oficios, que estaba en lo alto del pueblo, se veía el castillo, el puente romano, la iglesia, las calles de piedra, el río transparente lleno de truchas y la sierra verde que lo rodeaba todo como si quisiera proteger aquel espacio de vientos y tempestades. El viejo edificio se alquilaba por partes a los veraneantes, y los dos meses que pasamos allí fueron intensos. Nos reencontramos con familiares y amigos viejos y vivimos con emoción las tradiciones de siempre: las procesiones de la Virgen de agosto, los bailes en la plaza, las meriendas en 'la garganta' o en aquel charco que es verde porque su agua de cristal refleja el color de los pinos que lo rodean.

Cuando llegó septiembre volví con mis sensaciones nuevas a la vida de siempre, a mi ciudad, a mi instituto y a mis amigas, que me esperaban curiosas para oír las historias de mi verano. Volvía a casa triste. Mi Álvaro de Luna se fue a librar una batalla que duraría tanto como la del caballero del castillo. Me corté las trenzas para vivir un verano distinto y volví llorando amores como la Triste Condesa.

De aquel tiempo de estío guardé una rama de castaño, una piedra blanca que saqué del río, una piña sin piñones y una párvula pena. Y la canción de la tía Luisa que sonaba insistente en mis oídos: Por el camino verde que va a la ermita... desde que tú te fuiste lloran de pena las margaritas.

Las rimas de Bécquer se convirtieron en mi libro de cabecera desde que volví del pueblo. Leía una y otra vez aquel Amor eterno y lo recitaba de memoria a mis amigas. Ellas sabían de mi verano emocionante y me escuchaban atentas cuando recitaba los versos con vehemencia. Les enseñé mi vestido rojo, que guardaba en sitio preferente en el armario, y también la ramita de castaño que puse en mi libro de literatura al lado de un soneto: Un soneto me manda hacer Violante, que en mi vida me he visto en tal aprieto...

Con un halo permanente de romanticismo, y entre suspiro y suspiro, empecé el curso, esperando siempre alguna noticia del conde al que la distancia ascendió de golpe a príncipe azul.

El profesor de literatura, del que estaba enamorada media clase, me nombró delegada de curso. De vez en cuando, entre redacción y redacción, abría mi libro por aquella página: Catorce versos dicen que es soneto... De tanto mirar las hojas, que empezaban a secarse, acabaría aprendiéndome el soneto. Miraba al profesor sin atender, pensando en las musarañas. Por la ventana de la clase asomaba un trocito de cielo que era el espejo de mi estado de ánimo: si era azul, estaba alegre; si era gris, estaba triste y, si llovía, mi ánimo caía en picado como las gotas de lluvia que salpicaban los cristales. ¡Pobre niña!, tan romántica y tan vulnerable.

Al salir de clase, en el jardín que estaba junto al instituto, los chicos esperaban a las chicas. Allí estaba siempre aquel empollón feúcho que me dejaba sus impecables chuletas de matemáticas, pensando que a cambio recibiría alguna sonrisa; él sabía que las matemáticas no eran mi fuerte, y sabía también que me dormía en los laureles debajo de los castaños.

Los jueves, mi hermano pequeño y yo comprábamos en el quiosco los tebeos de la semana. Allí estaba el caballero de la tercera cruzada, el valiente y arrogante Capitán Trueno que buscaba incansable a su adorada Sigrid, la rubia vikinga reina de Thule. Me bebía los tebeos esperando el ansiado encuentro. Las peripecias de Crispín y Goliat no me interesaban tanto, yo sólo quería ver los brazos fuertes del Capitán Trueno rodeando amorosamente a su amada. Semana a semana esperaba esa imagen; cada vez que bajaba las escaleras de mi casa, cerraba los ojos pensando que otros brazos me esperaban a mí para estrecharme. ¡Quién tuviera una melena tan rubia como la de Sigrid!.

Cada día esperaba al cartero, pero la carta no llegaba y mi desilusión iba en aumento. Mi madre, que me conocía bien, me decía: “déjate de romanticismos tempranos, niña, que eres muy joven; además, amor de lejos, amor de pendejos”. Mi madre era muy de refranes y siempre tenía uno para cada ocasión.

El tiempo pasaba, las hojas del castaño se secaban y la magia de su recuerdo se extinguía. El cartero no llegaba y el Capitán Trueno seguía navegando con su cota de mallas, batiéndose contra todo lo que se interponía entre su espada y su reina.

-Algún día se encontrarán -pensaba la niña, que alternaba las emociones de los tebeos con los libros de poesías.

A veces hablaba de estas cosas románticas con mi vecina, una señora bonachona y experta que me daba consejos. Ella me decía que enamorarse era algo muy serio, nada que ver con esa ilusión pasajera que sentía. 

-Cuando te enamores de verdad, verás mariposas, muchas mariposas. El cielo gris se cuajará de estrellas, los páramos se llenarán de flores y el viento gélido se tornará suave brisa que acariciará tu alma como las hojas de los castaños. Y los ruiseñores cantarán para ti. Algún día, niña, algún día verás mariposas.

En la terraza de mi casa, mis hermanos hacían guateques los domingos. Cliff Richard cantaba The young ones, y con esa música empecé a bailar con algún amigo nuevo. El azul de mi príncipe se desteñía y mi amor platónico se diluía en el tiempo. El refrán de mi madre se cumplía y el muchachito se parecía a Paul Newman, y aunque no era conde ni príncipe, estaba allí.

El Amor eterno de Bécquer perdía fuerza. Aquel final rotundo: Jamás en mí podrá apagarse la llama de tu amor, se tambaleaba. Lo de eterno era mucho tiempo, demasiado para un corazón tan sin estrenar.

A mitad de curso renuncié a ser delegada. Sin tener que vigilar la clase, tendría más tiempo para charlar con mis amigas, para mirar el cielo por la ventana y para soñar con príncipes nuevos.

Mientras tanto, la vida seguía a mi alrededor, mis amigas, el instituto y los bailes en la terraza. Jóvenes, éramos tan jóvenes... cantaba una y otra vez Cliff Richard, ...soñabas tú y soñaba yo... El cartero no llegó nunca y la rama de castaño se secó. Sus hojas murieron con el soneto de Violante y el amor de lejos fue un amor de pendejos. El Capitán Trueno seguía buscando a Sigrid. Yo buscaba mariposas, sólo mariposas.

Pienso en ello ahora, después de tanto tiempo, cuando miro el jazmín de una calle cualquiera. El jazmín está en una casa de las de antes, en un patio pequeño que tiene en el centro un almendro. El patio tiene el encanto de lo sencillo pero no sería lo mismo sin ese jazmín, tan blanco, tan perfumado, con esas ramas que trepan por las rejas y se asoman curiosas al mundo, mirando la calle, las gentes y perfumando, generosas, la vida. Y ese olor me lleva sin remedio a otro tiempo: aquella tarde de junio cuando llegué a este rincón del sur.

Venía con pena por lo que dejaba, pero con ganas de encontrar algo a lo que aferrarme, tenía cierta sensación de desarraigo y quería echar raíces, como el jazmín. Conmigo venía mi pequeño tesoro: mi diario, mi colección del Capitán Trueno, mis discos de los Beatles, mis poesías de Bécquer y una foto de Paul Newman que guardaba en un libro de matemáticas. Desde el coche que me traía miraba el paisaje: cañas de azúcar, chumberas, uvas moscateles y en el mar muchos barquitos pescando. Cerraba los ojos pensando: “Que me guste el pueblo, que me guste”.

Estaba triste. Venía a vivir al mar y dejaba atrás otro mar de naranjos en flor y algunos afectos que me costó dejar y que fueron madurando despacio con el tibio sol de la distancia. Era el tiempo en que sonaba Yesterday y Elvis movía sus caderas con su Don't be cruel.

Me bajé del coche en una placita pequeña que tenía un árbol grande que le daba sombra. Había una iglesia, un quiosco de caramelos y una nube de pájaros negros revoloteando sin cesar que ensordecían el ambiente con su piar y le daban vida a la plaza. Olía intensamente a jazmín. Mirando aquella plaza suspiré con alivio y pensé: “Me gustará pasear por aquí”.

Al poco de llegar al pueblo, ya tenía una amiga. Con ella paseaba por la playa aquella mañana de junio y  allí estaba él (“Hoy le he visto, le he visto y me ha mirado”), aquel chico alto, serio, con una mirada noble que lo decía todo sin decir nada. Estaba sentado en la arena y contemplaba serenamente el mar.

Mi amiga nos presentó, quedamos en vernos por la tarde; era San Juan y celebraban una fiesta. Me arreglé con esmero. Morena de sol, con mi pelo corto, mi vestido de flores y mi perfume de lilas, llegué a aquella fiesta donde no conocía a nadie. Busqué entre la gente al chico de la playa y de repente me encontré con sus ojos limpios, con su pantalón vaquero, con su camisa blanca... Una mariposa, dos mariposas, tres mariposas... Me invitó a bailar, me  miraba y le miraba... Cien mariposas, mil mariposas..., y hablamos y hablamos mientras bailábamos. Su camisa blanca olía a limpio y a él. Mis manos pequeñas se perdían en aquellas manos fuertes y cálidas que me llevaban suavemente al ritmo de la música que lo envolvía todo, igual que el perfume del jazmín de aquella terraza.

Le dije que me gustaba tomar el sol, que leía Cien años de soledad, que me gustaba la música y pasear por cualquier camino verde. Él me dijo que le emocionaba Miguel Hernández, que se le daba bien la química, que sembraba fresas en su terraza y que le gustaban los Beatles,  “y desde hoy  también me gusta tu sonrisa"... Mariposas blancas, mariposas rojas, mariposas amarillas..., Todas las mariposas del mundo llenaron aquel espacio en una danza sublime de sensaciones nuevas. Cantaron para mí los ruiseñores.

Cuando la fiesta terminó, me despedí de todos y me marché con mi amiga. De repente, el chico salió corriendo detrás y me preguntó: “¿Nos vemos mañana?”. Y nos vimos mañana, pasado mañana y siempre. De la mano de aquel chico, que me regalaba fresas y me compró una flor para mi abrigo, he visto florecer los almendros en enero, he paseado el otoño comiendo castañas y he llorado en el cine de verano con West Side Story. Me vine al mar para buscarle y él cambió de mar para encontrarme, y a orillas de ese mar me preguntó un día: “¿Quieres pasear conmigo toda la vida?”, y yo le dije: “Sí, quiero”. Ese día, la emoción de un vestido blanco, tres rosas y la música de Bach, nos llevó a una casa que pintamos alegre, que llenamos de flores, de música y de libros. No nos importaba nada más, sólo queríamos mirarnos y hablar, hablar siempre.

-Cuéntame algo.

-¿Qué quieres que te cuente?

-Cualquier cosa; sólo quiero oírte.

Seguimos viviendo en el mismo mar que nos vio querernos, en calma, con oleaje, con vientos a favor y en contra, pero siempre navegamos con mariposas. Él sigue teniendo los mismos ojos que dicen tanto sin decir nada, y sigue llevándome de la mano por veredas verdes, por playas blancas, por mares azules, por la vida. Sembramos un jazmín que echó raíces y crecieron fuertes sus ramas. Por eso hoy, el jazmín de una calle cualquiera ha hecho que afloren mis recuerdos de golpe. Pienso en ese amor inmenso que viví, que vivo y que llena mi tiempo. Encontré a mi héroe de brazos fuertes que un día me regaló fresas y otro día me regaló su vida. Yo le regalé mi risa, mis emociones, mis sueños de poemas y una amapola.

Pienso en aquel tiempo con nostalgia, pero sin tristeza, porque, aunque ya nadie pueda devolver la hora del esplendor en la hierba…, la belleza subsiste en el recuerdo. Hoy, el jazmín de una calle cualquiera me ha traído un recuerdo. Ayer, el solsticio de verano me trajo un amor.

 -¿Qué hacías, Capitán Trueno, en aquella playa, con los brazos desnudos al sol de junio, sin tu espada, sin tu barco y tan lejos de Thule?

-Estaba esperando a mi reina, a una niña de pelo corto, romántica y soñadora, de higueras verdes y de poemas... Te esperaba a ti, Sigrid, te esperaba a ti.