sábado, 27 de abril de 2024 00:00h.

La memoria de los árboles

Estaban a lado y lado de una calle amplia que recorría cada día para ir al instituto. Eran unos hermosos árboles de troncos ru­gosos y ramas abiertas frondosas de hojas, que veían pasar la vida de aquella calle animada donde yo vivía. 

Cada mañana pasaba entre ellos y me gustaba tocar cada uno de esos troncos viejos que sabían del barrio mucho más que yo. Los árboles tienen memoria, la memoria del tiempo que les vio crecer. Un tiempo compartido con el ir y venir de la gente que frecuentaba la calle y se paraba bajo su sombra para descansar o darse un respiro cuando el calor apretaba. Yo amaba aquellos árboles. Los miraba, los tocaba, y en silencio hablaba con ellos queriendo adivinar la vida que veían sus ojos verdes, los secretos que escondía su savia antigua recorriendo las venas de su corazón de madera, la memoria que guardaban sus ramas abiertas, las hojas que se mecían perezosas al compás del viento.

El árbol que estaba junto a la panadería conocía los gustos y costumbres de aquellas mujeres que llevaban bandejas de carne con patatas para asar en el horno del pan. Recuerdo, como si fuera ayer, el aroma de las hierbas que condimentaban el típico asado que preparaban para las ocasiones especiales.

La señora Ana, que vivía en el bajo de mi casa, llevaba con trabajo una gran bandeja que dejaba a su paso un rastro de aromas varios que conocían bien los árboles vecinos; ellos sabían mucho de la vida de la  oronda y simpática señora que se emocionaba con los versos de amor que le enseñaba una jovencita romántica que vivía junto a su casa y soñaba ya con azahares de boda. Otro árbol, junto al cine, se distraía con el bullicio animado que llenaba la acera esperando entrar a ver películas de la época. Chicos y chicas charlaban alegres y se apoyaban en él, que era uno más en el ambiente; entre sus ramas se iban quedando las voces, las risas, los sentires de aquellos jóvenes que se movían a su alrededor ajenos al viejo árbol que los iba guardando en su memoria. Los sueños, los suspiros, los arrítmicos latidos de su vivir ilusionante... El árbol del cine era el protagonista si­len­cio­so de otras pelí­cu­las, escenas co­ti­­dianas de vi­das que eran de ver­dad.

Como el de la p­a­nadería y el del cine, otro árbol junto a la iglesia me veía pasar cada día y, los do­min­gos, entrar a misa con mi vestido nuevo y mi misal. La frondosa morera sabía que mis amigas y yo íbamos a aquella iglesia porque un joven cura nos confesaba y nos daba beatíficas charlas que nos prometían el paraíso. Pero un día el árbol nos vio salir de allí con caras serias, afectadas por la ausencia del cura amigo, confesor espiritual, que se había enamorado de una señora de voz angelical que cantaba en el coro. Por ella colgó los hábitos para irse con su doctrina y su música a otra parte, a vivir la vida sin mandamientos. Al son de las campanas, el árbol aireaba sus hojas añadiendo una historia más a su memoria, y yo, perpleja y decepcionada, recordaba las charlas del joven sa­cerdote y empezaba a cuestionarme las razones -o sinrazones- de la fe. El amor no tiene credo, niña, parecía decirme el árbol. Apoyando en él mi desencanto, acariciaba su rugosa corteza queriendo sentir la savia de su tronco sabio... ¿Se alejaba el paraíso? Creo que el árbol también dudaba.

Todas estas vivencias que recuerdo ahora, duermen en esos árboles que siguen adornando una calle que frecuenté. Su bucólica presencia sigue allí, dando sombra y oxígeno a gentes distintas que pasarán cada día entre ellos tocando, quizá, su viejo tronco, como hacía yo. La panadería ya no está, el cine es ahora un bingo y la iglesia sigue cobijando devociones, amores furtivos y preguntas sin respuestas. Siempre que vuelvo a ese barrio, entro a mirar las paredes que me vieron dudar, entre inciensos, de lo divino y lo humano, y me gusta sentir la paz de su silencio sacro sabiendo que ya no me inquietan ni las preguntas ni las respuestas. 

Están ahí / siguen estando ahí / los mismos árboles / testigos mudos de todos los afanes.

Como los de Neruda, los árboles tienen memoria. Y su memoria es nuestra memoria.