La tempestad y la calma
Se abrió la noche, un trueno la conmovió, el sonido barrió las soledades y entonces llegó la lluvia... Neruda canta en su oda a las distintas formas de lluvia que mojan su memoria.
Se abrió la noche, un trueno la conmovió, el sonido barrió las soledades y entonces llegó la lluvia... Neruda canta en su oda a las distintas formas de lluvia que mojan su memoria.
“El verano se ha ido, el otoño ha llegado con prisa y el humo de las castañas asadas ondea ya su estela gris. Un verano de tórridas temperaturas, de noticias tristes, impactantes, de esas que enfrían la pluma y el alma. Y añaden el casi a la palabra feliz”.
Subíamos la cuesta, tantas veces recordada, que nos llevaba al corazón del pequeño pueblo del Valle del Tiétar que celebra, como muchos otros, sus fiestas en agosto. San Bartolomé es su venerado patrón, al que los casavejanos llaman cariñosamente San Bartolo.
Durante mucho tiempo, asomarme al balcón de mi casa era llenarme los ojos del frondoso verde de un árbol que reinaba, con sus poderosas ramas abiertas, en el patio de una casita blanca.
Entre los arcos de ladrillo del hermoso patio mudéjar del Museo de Vélez-Málaga, acostumbrado a vivir grandes momentos de música, un brillante piano negro esperaba impaciente.
Hace poco leí un libro donde el protagonista, sabiendo próxima su muerte, se iba desprendiendo poco a poco de las cosas que amaba, especialmente sus libros.
La he visto muchas veces y siempre me sorprende, me fascina y me emociona más y más. La historia de una joven geisha con nombre de mariposa con- vertida en música, es un recreo para los sentidos.
“La palabra escrita me enseñó a escuchar la voz humana”, dice Marguerite Yourcenar en su Memorias de Adriano
Se cumplen ahora veinte años del 11M, aquel horror sangriento que nos despertó una mañana con sonidos e imágenes escalofriantes del atentado terrorista que costó la vida a ciento noventa y dos personas.
Solemos echar de menos en nuestras ciudades lugares de esparcimiento, espacios libres de tráfico, zonas verdes para hacer deporte o pasear.
Estaban a lado y lado de una calle amplia que recorría cada día para ir al instituto. Eran unos hermosos árboles de troncos rugosos y ramas abiertas frondosas de hojas, que veían pasar la vida de aquella calle animada donde yo vivía.
Vuelvo a asomarme a esta ventanita de papel donde la palabra escrita vuela libre aireando noticias, emociones o pareceres de lo cotidiano, y nos acerca a la mirada crítica, casi siempre amable, del lector.
Sentada junto al mar de mis veranos, bajo la sombrilla que me presta su gratificante sombra de colores vivos, que van palideciendo, envejeciendo conmigo al sol de mañanas luminosas, ardientes, saladas y azules, que me acompañan desde siempre, me dejo llevar por la brisa marina que apenas mueve el volante de espuma que se me acerca con su relajante vaivén de ola.
Sentada junto al mar de mis veranos, bajo la sombrilla que me presta su gratificante sombra de colores vivos, que van palideciendo, envejeciendo conmigo al sol de mañanas luminosas, ardientes, saladas y azules, que me acompañan desde siempre, me dejo llevar por la brisa marina que apenas mueve el volante de espuma que se me acerca con su relajante vaivén de ola.
Miro su fotografía posando en un lugar que me es cercano, que suelo visitar de vez en cuando. Está sentado entre los azules y amarillos que embellecen un banco de cerámica que invita a descansar.
Sonaban las campanas del convento cuando me acercaba a ella; la Plaza de las Carmelitas estaba animada, la gente disfrutaba de la placidez de la tarde charlando tranquilamente en las mesas de las cafeterías, en los bancos de madera o deambulando entre los magnolios, testigos mudos del ir y venir de la vida veleña.
Subo las empinadas calles que me llevan a la iglesia de Santa María para oír en tan hermoso templo un concierto didáctico de música andalusí.
Estuvimos con él en una entrañable reunión familiar en el pueblo de sus veranos de infancia. Junto al mar, en la arena gris de sus recuerdos, al aire y al sol de Torre del Mar, evocábamos lejanos días azules mientras disfrutábamos de la brisa marina y del pescaíto que echa de menos en EEUU, donde vive y trabaja desde hace ya muchos años.
Estaba sentada en la heladería saboreando la tarde abrileña, disfrutando el calor familiar y el sabor a verano de su helado de piñones. Encantadas de vernos, nos saludamos como siempre, con la alegría y el desenfado de dos amigas que se aprecian realmente y han compartido momentos especiales.