viernes, 03 de mayo de 2024 00:00h.

Silencio

“Todos los hombres sois iguales”, “Siempre pasa lo mismo”, “Nunca estás contento”, “Jamás haré tal cosa”… Estas y otras frases parecidas las escuchamos con demasiada frecuencia.

Tendemos a generalizar, a llevar a lo general lo que, en la mayoría de las ocasiones, es particular o casos aislados. También a afirmar o negar de forma categórica, concluyente o inapelable cosas que, en función de las circunstancias, pueden variar y hacernos cambiar de opinión. 

Como dice la filóloga Mamen Horno, la terminología drástica (“nunca, siempre, todos, nadie, jamás, odiar”) es peligrosa para la salud. El lenguaje absoluto tiende a provocar ansiedad y depresión. En cambio, resulta sanadora la habilidad de matizar una opinión tajante o rebatir racionalmente ideas simplistas (”nos roban, nos odian, nos invaden”). Algunas investigaciones prueban los beneficios de dejar resquicios a la duda y ser capaces de  cimbrear. Eso ya lo sabían los antiguos maestros. Lao Tse escribió: “Los hombres nacen suaves y blandos; muertos son rígidos y duros. Quien sea inflexible es discípulo de la muerte. Quien sea suave y adaptable es discípulo de la vida”. Por eso, deberíamos intentar evitar formular opiniones demasiado tajantes. Y si, para ello, debemos estar callados antes que proferir mensajes que no tengan vuelta atrás, deberíamos practicar el noble arte del silencio.

El sentido fundamental de la práctica del silencio es el autoconocimiento y la autorreflexión. En nuestra vida cotidiana los seres humanos necesitamos el silencio en todos los niveles, no solo como un descanso para nuestros oídos, sino también como un bálsamo para nuestra mente y emociones. Pero nos estamos mal acostumbrando a tener demasiado ruido: En la política, en las tertulias, en la barra de un bar…y eso nos desasosiega. 

Si conseguimos aprender a quedarnos callados en ocasiones, transitaremos mejor por distintos estados de ánimo y no nos dejaremos arrastrar por las emociones del momento. Esas emociones desbocadas, impulsivas, fruto de un “calentamiento” momentáneo o de los modelos que a diario percibimos, pueden llevarnos a terrenos no deseados de los que será difícil salir. Porque, a veces, el silencio comunica más que cualquier discurso, tanto en situaciones tensas, en las que callar y escuchar atentamente puede ayudar a reducir la tensión más rápidamente que una respuesta impulsiva, como en momentos de dicha y gozo. Ya lo decía Don Quijote: “El silencio fue allí el que habló por los amantes y los ojos fueron las lenguas que descubrieron sus alegres y honestos pensamientos”. 

Hasta en la música, que es un lenguaje universal, se utilizan tanto sonidos como silencios para comunicar emociones y transmitir mensajes. Aunque a menudo nos enfocamos en los sonidos melódicos y armónicos, los silencios desempeñan un papel igualmente importante y, aunque son ausencia de sonido, poseen una función esencial en la estructura y el ritmo de una composición musical y permiten darle forma a la música, creando contraste y resaltando los momentos de tensión y liberación.

Hoy el silencio es un producto de lujo. Eso afirma el explorador, abogado y editor noruego Erling Kagge, que hace un alegato en defensa del silencio como pieza esencial de la existencia. Kagge, la primera persona que alcanzó los dos polos y la cima del Everest, ha pasado largo tiempo experimentando el silencio. No se trata solo de evitar el ruido exterior, sino de encontrar el silencio interior para neutralizar todo aquello que nos perturba. Eso es lo que aprendió de forma inesperada durante los días que pasó caminando en solitario por la Antártida: “Aislarse del mundo no consiste en dar la espalda al entorno, sino en ver el mundo con un poco más de claridad, mantener el rumbo e intentar amar la vida”. 

Este polifacético noruego, autor de “El silencio en la era del ruido”, afirma que es necesario desconectar cada día un rato y no estar siempre accesibles. Solo así conseguiremos la paz interior suficiente para poder maravillarnos ante la vida, “una de las formas más puras de felicidad que se me ocurren”.

Algunos me consideran hombre de pocas palabras, y es cierto, porque se me da bien escuchar y ofrecer complicidad a través de la mirada o de determinados gestos que comunican más que las palabras. Hablar poco, en ocasiones, puede encerrar tras de sí mundos increíbles y, de hecho, siempre se ha dicho que desconfiemos de los parlanchines y vendedores de humo, que no saben estar callados. 

Por eso, antes de alzar la voz o manifestarnos sobre cualquier asunto, asegurémonos de que va a merecer la pena lo que vamos a decir. Si no, es preferible guardar silencio.