domingo, 28 de abril de 2024 00:00h.

Libros

El genial cómico americano Groucho Marx, que triunfara en la gran pantalla durante el siglo XX, comparando los libros con la televisión, defendía algo insólito y edificante: “Encuentro a la televisión muy educativa. Cada vez que alguien la enciende, me retiro a otra habitación y leo un libro…”.

Aprendí de muchacho aquello de que “un libro ayuda a triunfar” cuando una afortunada campaña publicitaria nos inoculaba a toda una generación el virus del amor a los libros. Incluso estuvimos seguros de que “no es preciso tener muchos libros, sino tenerlos buenos”. Pero hablar de libros no es sencillo. Porque, entre otras cosas, hay muchas perspectivas, visiones variadas y distintos grados de compromiso con el controvertido instrumento impreso. Y, además, no cabe duda de que hay muchos tipos de libros, y meterlos todos en el mismo saco es, como mínimo, inapropiado. Científicos, históricos, creativos, poéticos, de aventuras... Según los gustos, unas personas prefieren un tipo y otras otro. Y sabido es que no todos los libros tienen la misma “calidad” en su contenido. Pasa como con los futbolistas, que eso de “la calidad” es muy difícil de concretar. Si bien es seguro que no hay un solo libro que sea tan malo que no contenga algo bueno. 

No todos los libros corren la misma suerte. Unos son difundidos y otros apartados, unos buscados y otros olvidados, unos aceptados y otros atacados… Y así, mientras que unos libros son probados, otros son devorados, y, poquísimos, masticados y digeridos. Carlos Ruiz Zafón dijo un día que “cada vez que un libro cambia de manos, y cada vez que alguien desliza su mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace más fuerte”. No cabe dudas de que en muchas ocasiones la lectura de un libro ha hecho la fortuna de su lector, ha cambiado de torcido en recto el camino de una vida, o ha decidido un futuro hacia el que tender. Un libro tiene los mismos enemigos que el ser humano: el fuego, la humedad, los animales, el tiempo y su propio contenido. Pero, ¡cuánta confianza inspira un viejo libro, al que el tiempo le ha hecho ya la crítica! Un libro es como un jardín que se lleva en el bolsillo, “es fuerza” -dirá Rubén Darío- es valor, es alimento; antorcha del pensamiento y manantial de sabiduría, de ilusiones y de amor. Los libros son preciosas fragatas que nos conducen a tierras lejanas, audaces elefantes que nos cruzan poderosas montañas, rugientes aviones que nos trasladan a lejanos países, luminosas alfombras mágicas que nos depositan en paraísos de sueño, voces vivientes que nos aconsejan desinteresadamente, inteligencia sutil que nos habla en secreto, un diálogo incesante entre autor y lector, una victoria en la batalla del pensamiento humano, o, incluso, la verdadera universidad de hoy. 

Hay libros sencillos y libros complicados, dependiendo del contenido que tratan, y de los lectores que lo interpretan. Pero, también, en cuanto a su complejidad, tiene mucho que ver el autor del mismo. Está demostrado que los autores que escriben con claridad tienen lectores, y los que escriben oscuramente, lo más que alcanzan es a tener comentaristas. 

Corren tiempos extraños, en los que se editan más libros que en ningún otro mo­mento de la historia, y, sin embargo, hay más ciudadanos que confiesan no haber leído otros libros que los de texto en las aulas.  Jorge Luis Borges de­cía aquello de que hay personas que no conciben un mundo sin pájaros, sin mú­sica, sin flores…; pero que él lo que nun­ca había podido concebir era un mun­do sin libros. Y un viejo profesor, al que siempre admiré mucho, me repetía con frecuencia que “una casa sin li­bros es una casa sin dignidad”, en una cierta concomitancia con lo que dijera Mar­co Tulio Cicerón, allá por el siglo I a.C, cuando afirmaba que “un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma”.

El tiempo y la Historia me han enseñado algo sobre los libros que me ha hecho reflexionar repetidas veces. Es algo duro e inconfundible. Allí, en los países, épocas o mentalidades donde la ignorancia, la intransigencia o el odio, llevan la situación al punto de que se queman los libros, se acaba, indefectiblemente, torpemente, -terriblemente- por quemar a los hombres.