Faros

El faro, el alerta en la noche, el destello que posándose no se detiene, que rastrea e ilumina la superficie de las aguas allá donde la oscuridad reina.

El faro amigo de los navegantes. La luz que otea para ser vista, la mirada siempre encendida para quienes perdidos en la tormenta, ausente la noche de estrellas tantean a tientas una aproximación o una salida.

Ahí, en las alturas, construidos para ser vistos en la distancia, parecen centinelas de un mundo antiguo; esbeltos cíclopes que testimonian una época concluida.  Polifemo cegado por Nadie, el faro en su noche solitaria se duerme entre sombras. A veces se despereza trastornado, confundido con las voces de los turistas que cada día irrumpen en sus inmediaciones y se asoman a ese precipicio que él ya no puede ver pero que siente. Escucha las risas, los clics de las cámaras, nota como una punzada cuando alguien traza sobre su piel unos signos que dejan constancia de que allí estuvo. Se alarma si oye el llanto de algún chiquillo. Pero… ¿qué puede hacer él, inmóvil y cegado, apartado y negado, convertido ya en una reliquia, en una estampa?

- ¿Es que ya la humanidad no me necesita? -se pregunta - ¿Puede la humanidad vivir sin faros?

Porque el faro sabe muy bien que es algo más que una  torre; el faro se sabe concepto, símbolo, se sabe guía, luz; se sabe esperanza.

En mi vida siempre hubo y habrá un faro iluminado noche y día. Crecí en un tiempo en el que la integridad, la humanidad,  la igualdad, la honestidad, el respeto y la libertad eran valores que se palpaban. Tenían cuerpo esas palabras, tenían carne, huesos, nervios, corazón, porque formaban parte de nosotros mismos; formaban parte de mi propio ser, como lo siguen formando ahora.

Mis padres eran personas sencillas, pero me enseñaron a respetar al otro, me enseñaron que nadie es más que nadie y que el mundo físico y humano siempre puede mejorarse, que no hay que claudicar ante lo injusto, que hay que escuchar con atención, pero también dejar constancia con nuestra voz de aquello en lo que creemos. Ese pensamiento, esa forma de ver y verme, ese ha sido y es mi faro. Hubo veces en que la luz me cegó, quizás porque la miraba tan intensamente como se miran esos amaneceres que aparecen de repente a nuestros ojos, sin mediar tránsito alguno. Resplandor alegre y doloroso a la vez que quise retener cuando, ya sabemos, nada es para siempre, cuando todo muda y se acaba. Mas mi corazón me decía que esos instantes luminosos seguían estando ahí de algún modo, que formaban parte de una realidad más íntima. Y yo seguía el claro rastro de mi faro y me empeñaba en que se mantuviera encendido, y hacia él llevaba como combustible mis sueños, mis ilusiones, mi esperanza. Cada día, aún cansada  por los años y los acontecimientos que nublan y ennegrecen nuestros cielos; cada día busco en mi interior la materia candente con la que alimentar esa mirada, ese faro. Esa creencia en una vida más humana.

Sé, y eso me reconforta, me alegra y me da fuerzas, que aunque yo lo llame mi faro, en realidad es un faro compartido. Sé que al igual que yo, miles de personas de todas las edades y culturas, se turnan para alimentarlo. Los veo, los siento en esos momentos en los que el corazón parece esponjarse y hacerse agua; en los que hasta nuestro propio esqueleto parece ablandarse y querer ser lágrima inmensa; entonces me llegan sus imágenes, sus sonrisas, su fuerza, y me digo que este faro nunca se apagará, que ahí está latiendo entre los jóvenes; esa luz que es esperanza.

Y me quiero llevar, me quiero dejar acunar por ella, la esperanza, en estos momentos  tan sombríos. Hace unos días, en Málaga, la Plaza de la Constitución se hizo escenario y lugar de encuentro para gritar que hay que parar el genocidio en Gaza. Hubo un momento en que dos chicas, casi niñas, ocuparon el micrófono para leer una carta en que cada punto y aparte comenzaba: Señor Netanyahu, y seguía con  la exposición del sufrimiento de los niños de Gaza. En uno de esos párrafos, no puedo expresarlo literalmente pero venía a decir: Señor Netanyahu, en nuestra casa no decimos palabras feas, pero de verdad, ¿no le da vergüenza lo que está haciendo? Fueron esas palabras expresadas por una voz inocente y limpia las que rompieron este pequeño dique que una levanta en público para aguantar las lágrimas que ya llevaban un rato apretando la garganta.

Esas niñas alimentaron mi faro con su luz.

Las familias de Gaza que se pasan unas a otras una pequeña llama para poder calentar lo poco que se llevan al estómago, alimentaron mi faro con sus ascuas.

Los médicos, profesores, periodistas, deportistas, madres y padres gazatíes que  intervinieron, alimentaron mi faro con su dolor, su valentía, su determinación de seguir resistiendo, de seguir ayudando, de seguir exigiendo parar el genocidio.

Sí, el mundo sigue necesitando de faros; son esas personas capaces de darlo todo para que el amanecer sea posible.

Por el Mediterráneo navega una flotilla que es una canción a la vida. Una flotilla que es un faro esperanzador para quienes están viviendo un infierno. Una flotilla que es toda una declaración de amor a lo más hermoso que tenemos, a lo que nos hace ángeles fieramente humanos.