Angelitos
Arquitectos y obreros de construcciones efímeras, los niños juegan en ese límite entre lo húmedo y lo seco, frontera de espumas y sal que el mar traza a sus pies.
Juegan los niños, bailan, giran, ríen con las olas. Las palmean, tamborilean sobre la piel líquida y fresca. Cubiertos de resplandores, estos niños, a los que miro embobada, ríen y juegan como yo quisiera que pudieran hacerlo todos los niños sin excepción; sabiéndose seguros y protegidos, vigilados por amores atentos a que nada llegue a enturbiar ese milagro; porque cuando la infancia juega, hasta el tiempo se detiene conmovido y se sienta a contemplarlos.
Un solo niño contiene toda la infancia en su pecho; ese espacio ingenuo y fértil, tenaz e incansable en el que se concreta la maravilla de la creación. La infancia canta, modula, pinta, modela, interpreta el mundo con ojos de estreno. Lo sabemos bien; ante un niño, ante una niña, los adultos sonreímos candorosos, quizás porque en ese instante algo de su niñez llega hasta nuestros corazones para aliviarnos del cansancio y el peso de vivir.
Continúo mirándolos en este ir y venir del agua a la orilla, me hacen reír con sus piruetas, me asombro con la energía sin medida de sus carreras, y no puedo dejar de pensar en otros niños, en otra playa bañada por nuestro mismo mar. En una franja litoral de unos cuarenta kilómetros de largo por unos doce de ancho que ahora es sólo un solar de escombros, una monumental ruina levantada por bombas y metralla. Entre esa ruina, entre esos escombros, se pudren los cuerpos de miles de almas. En esa playa, donde sobreviven en tiendas de campaña sin acceso a comida ni agua; en pleno verano, se les ha prohibido el acceso a la orilla, al agua que pueda refrescarles; al agua donde quizás algún niño todavía pueda reír. Son los niños de Gaza. Los que restan vivos. Son los cuerpos condenados a la extinción de la población gazatí.

No, por desgracia y para vergüenza de la humanidad, no todos los niños pueden vivir su infancia como debieran. Son los primeros que sufren las consecuencias de las guerras, de la injusticia social, de la miseria humana. Las primeras víctimas de la maldad son ellos; almas que se han quedado a oscuras; como cantara Violeta Parra en el Rin del angelito: “Cuando se muere la carne, el alma busca en la altura / la explicación de su vida cortada con tal premura. / La explicación de su muerte, prisionera en una tumba. / Cuando se muere la carne, el alma se queda a oscuras”.
¿Qué explicación podremos dar a esas inocentes almas? ¿Les hablaremos de economía; del destino; de la suerte…?
Siempre es dura la muerte de un inocente; nos rebelamos ante ello, no podemos entenderla. Nuestro corazón se vacía agujereado por el punzón de lo doloroso e incomprensible. Y quizás podremos reparar esos agujeros con el tiempo, si la muerte ha sido causada por una enfermedad, por un accidente; pero ¿cómo explicarnos la pérdida cuando es producto de un plan organizado metódicamente para el exterminio?
No lo sé. Sólo pueden saberlo de veras quienes lo experimentan.
Yo sigo mirando a estos niños que juegan felices; persigo en el cielo el vuelo de las gaviotas; a mi lado unos gorrioncillos aparecen atraídos por algunas de las migajas del bocadillo y me pregunto cuándo llegará el día, cuándo será posible que toda la humanidad pueda vivir en paz; que todos los niños puedan jugar en paz.
¿Llegará ese día; o veremos cómo la sevicia por un lado y la cobardía por otro, dejan el árbol de las almas completamente estéril? ¿Asistiremos impasibles al duelo de los gorriones?
No lo sé, pero duele hondo. En el alma.