Claudio Simón
Con el entrecejo fruncido y el arco de la boca opuesto a la sonrisa, las manos cogidas a la espalda y el cuerpo inclinado hacia adelante, Claudio Simón pasea solo cada mañana por la Avenida de Jacinto Benavente. Más atrás, cerca del Mercado Municipal, esta avenida cambia el nombre a Santiago Ramón y Cajal. Una línea invisible que cada día transita gesticulando en silencio con los labios, como los que dialogan o porfían con seres que sólo ellos ven.
Le observo a distancia. La imagen me resulta familiar. Es una caricatura de sí mismo, como la estatua homenaje a Cánovas del Castillo, enclavada allí donde se inicia el parque de la ciudad. Traje oscuro desvaído, camisa blanca con el cuello ennegrecido y corbata de luto perpetuo con lamparones. De cerca, huele a muerte prematura.
Dos mujeres se han detenido a pocos pasos de donde me encuentro y cuchichean en voz baja señalando a ese hombre solitario, extravagante y aparentemente trastornado. Sin duda le conocen. Con toda seguridad sabrán de las historias que, durante años, han recorrido el barrio originando sentimientos de compasión en unos y fobias infamantes en otros. Me siento tentado de acercarme a esas mujeres y hacerles preguntas acerca del personaje, pero temo algún desaire o interpretaciones que no me conducirán a parte alguna. Siento necesidad de ahondar en el enigma, conocer la verdad y no patrañas o chismes de gente que habla por hablar.
Sigo andando sin perderle de vista. Me quedo con el reconcomio de no haber preguntado. ¿Y si estoy equivocado? ¿Y si esas mujeres hubieran podido darme la información que busco? No importa. Me persuado de que habrá otras ocasiones.
Claudio Simón camina lentamente, pero hay un halo de nerviosismo en su ademán. Una enérgica personalidad disminuida por la edad y probablemente por vivencias inconfesables. No quiero decir con esto que cargue con la culpabilidad de crueldades nacidas de sus manos, sino de iniquidades infringidas por otros a su persona, tal es el aparente peso que porta en su frágil espalda. Parece persona de las que están dispuestas a soportar la mezquindad de sus semejantes antes que pisar a una sola hormiga.
No se le ve en terraza alguna o en tabernas tomando un vaso de vino. No se le conoce entrar en supermercados y salir con bolsas. Tampoco se le ve frecuentar farmacia alguna. Sólo Paco, uno de los fruteros del Mercado Municipal, donde Claudio Simón acostumbra a hacer su frugal compra, generalmente productos que Paco tiene apartados para tirar y que guarda durante un par de días, por si viene a buscarlos y que no se los cobra. También le tiene guardada una barra de pan que él mismo adquiere en la panadería junto al mercado y que le entrega con la excusa de que es del día anterior. Son pocas personas en el barrio las que saben con certidumbre de las penalidades de este hombre y cómo sobrevive.
Una de esas mañanas entré en el mercado a por fruta. Lo hice en el puesto de Paco, sin saber que este hombre habría de contarme lo que necesitaba saber. Fue así como supe de la vida de Claudio Simón.
Paco es un hombre discreto y atento. Debió ver en mí al oyente apropiado. Sin mediar pregunta alguna por mi parte, comenzó un relato acerca de Claudio Simón que después se prolongó algunos días. Desde su puesto se ve la avenida. Ha observado cómo me paro a contemplar a ese personaje y ha deducido que mi curiosidad es fruto de la compasión. La carga emocional que Paco soporta con respecto a este hombre es de consideración, y ha creído ver en mí a alguien con quien descargar parte de su humanismo. No se equivoca.
Claudio Simón vivía en la parte alta del barrio. Una zona deprimida y marginal años atrás. Habitaba una casa pequeña, destartalada y bastante deteriorada. Desde que falleció su mujer dejó de preocuparse. Vivía al día con su ridícula pensión y alguna que otra ayuda puntual de los Servicios Sociales del distrito. Tiene un hijo que se fue de casa siendo casi un adolescente y que jamás se interesó ni por él ni por su madre. Simplemente se esfumó.
Un mal día, el hijo apareció en su casa con una mujer. Macilentos y mal encarados le exigieron una habitación y el sustento. Las intimidaciones y el mal trato se sucedían día tras día. Incluso le amenazaron con echarlo de su propia casa. Hasta que llegó el límite.
Una mañana, cuando la pareja salió a sus asuntos, Claudio Simón encendió una vela sobre la mesa de la salita, abrió la espita del gas de la hornilla y cerró con llave la puerta de la casa.
“¡Esta casa es mía y no será de nadie más!” Le oyeron gritar algunos vecinos.