Unos grandes ojos marrones observan la puerta fijamente. La cabeza reposa entre sus dos patas delanteras y suspira profundamente. Lleva varias horas sin moverse de allí, sin levantarse. No ha bebido ni comido. Sólo espera. Espera que se abra la puerta en cualquier momento, pero la puerta no se abre.
No sé si has reflexionado alguna vez sobre el paralelismo que existe entre el vivir y el conducir. Yo lo he hecho, me gusta observar y compartir mis reflexiones, como esta que hacía el otro día mientras atravesaba la M-30 a golpe de atasco y caravana.
Solemos echar de menos en nuestras ciudades lugares de esparcimiento, espacios libres de tráfico, zonas verdes para hacer deporte o pasear.
Él formaba parte de ese grupo de amigos adolescentes que adornaba, con su alegre desenfado, el paisaje veleño que me vio llegar un día de junio lejano en el tiempo. Su hermana fue una de mis primeras amigas de entonces, con la que compartí paseos por la carretera, guateques, mañanas de playa, tardes de jazmines y ajoblanco, misas de domingo, secretos de amor... Y fue por mi amistad con ella que conocí a Gabriel. Era un chico amable, correcto, simpático, al que recuerdo entre jóvenes estudiantes paseando por las calles veleñas, hablando de libros, de ferias..., y de un futuro que estaba a la vuelta de la esquina.