El ruido y la furia

Me resulta de lo más placentero llegar a casa y sentarme en la cocina totalmente en silencio después de haber estado callejeando por el barrio tragándome ese soniquete producido por los motopicos (se cierran y abren zanjas como en un cuento de nunca acabar); el tráfico y sus consiguientes perfidias acústicas, y ese zumbido de abejorro, lejano pero presente, que proporciona la ciudad. Vamos, que en mi cocina estoy en el paraíso. A mí con el ruido me pasa como con el viento; me desquicia bastante.

El silencio me permite pensar con claridad.  Hacer con las ideas, con los pensamientos, lo mismo que hago con las vainas de chícharos, pulsarlas un poquitín para abrirlas y desgranarlas poco a poco.

Pero hay un ruido mucho más aparatoso y peligroso que los que producen los pitidos, las obras, los motores o los vecinos amantes de la música estridente. Ese ruido es un runrún, persistente en nuestra historia reciente, que con el tiempo se convierte en estruendo; un tronar que nos llega de todas partes.

Es el temblor producido por  los pregoneros de los desastres, los que levantan sus moles de tinieblas para ocultarnos el sol. El fragor de los orcos de mastodónticas patas y  pasos de furia, vasallos de señores oscuros que empuercan nuestra convivencia ofreciendo a la vista de todos un panorama tan negro como ellos mismos. (Hoy tengo a Tolkien en el pensamiento; El Señor de los Anillos me dejó huella).

Es el  seísmo que desatan los corruptos, los espabilaos de turno, los listillos, los sinvergüenzas institucionalizados, los buscadores del favor….  En definitiva, los que piensan que la democracia es una vaca a la que hay que exprimir las ubres.

Estos tipos despreciables  representan lo peor de la sociedad aunque vistan de traje y corbata. Son traidores y ladrones de lo público. Todos sin excepción,  los que ponen la mano y los que la ofrecen, deben pagar por el delito cometido.

Esto es lo bueno de vivir en democracia, que a estos tipos, tarde o temprano, de una manera u otra, se les pilla. Aunque, ¡cuánto daño hacen! ¡Cuánta decepción provocan estos trúhanes hijos de las más viles de las picarescas! Deformaciones infames de  lo que el político debe ser, y de lo que se le exige: moral personal y cívica, honradez y eficacia.

Esta es la explosión que nos vuelve a sacudir de nuevo, la de la corrupción. Pero que el polvo, la grava, los gases que la detonación ha levantado, no nos haga olvidar que hay mucha gente honesta que se deja la piel trabajando porque este país siga adelante; que vivimos en democracia, el mejor de los gobiernos posibles. Que hemos conseguido derechos y libertades que a muchos no les importaría dejar en papel mojado.

 Defendámoslos siempre y reivindiquemos y exijamos  que nuestra constitución no sea carta de buenas intenciones, sino el preludio  de las leyes que hagan posible el que sus artículos sean una realidad palpable.

Exijamos que se articulen las medidas para que ningún corrupto pueda ocupar cargo alguno en lo público. Pero hagámoslo con serenidad y firmeza. No a golpe de gritos, de ruido y de furia.

Es por eso que animo al silencio, a reflexionar, a escucharnos a nosotros mismos,  a sacar de nuestra propia hemeroteca esas noticias, esas fotografías, esos recuerdos que nos han hecho llegar a donde estamos. Que valoremos todo lo conseguido hasta ahora, que pensemos hacia dónde queremos dirigirnos como individuos y como sociedad; que nos sentemos tranquilamente a desgranar esos chícharos (manos ocupadas y mente abierta); y después decidamos que voz ponerle a nuestro discurso. 

Que no nos alcance la desoladora frase de Macbeth cuando decía eso de que “la vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa”.

Nuestras vidas significan. Nuestra historia significa. Lejos del ruido y la furia quizás podamos verlo y sentirlo con más claridad.