'Entre maullidos y zureos': segundo movimiento
La calle era entonces como la antesala de nuestra casa, una antesala compartida y bullente en la que respirábamos los cambios de estación como animalillos. Llegaba el frío y era brasero, recogimiento, historias contadas por mi padre, los cuentos de mi madre. La primavera llegaba volando, entre juegos, combas y canciones; y el verano era nocturnidad, estrellas y noches de luna, viajes a la fuente, rumores de agua.
Los siguientes poemas dan muestra de cómo vivíamos los niños esos cambios.
El brasero
Los inviernos tenían su hora mágica.
Al ocultarse el sol, y al mismo tiempo,
las vecinas con sus braseros
aparecían delante de sus casas.
Me maravillaba esa coreografía.
Primero los movimientos pausados,
colocar la leña sobre el picón,
ese cono de vegetal incandescencia,
esa pirámide de madera, de fibra.
Después encender el papel,
la llama que devora y calienta
y acercarla a la base
con pies y manos de bailarinas.
Después la pequeña hoguera
atrapada en su burbuja de astillas,
que prende, suspira entre resquicios,
se hace fuerte, se alienta a sí misma.
Resplandecían las fachadas
con la noche en las puertas.
Era tiempo de saludos, de bromas,
de correr los chiquillos
al poyete que más calienta.
De juntar las manos cerca de lo rojo,
la lengua que se elevaba
chispeando estrellas.
Historias de la mili
Alrededor de la mesa
como pequeños satélites,
pequeñas lunas orbitando
al calor de las ascuas y las palabras,
estábamos los hermanos.
Mi padre nos contaba historias de la mili,
de aquel recluta que se hacía el loco
y por el que perdían la cabeza y los estribos
los cabos de la compañía.
Zoilo se llamaba
el soldado al que el uniforme
le quedaba grande,
el que sabía desmayarse y caer
de todos los modos posibles,
el que marcaba los pasos al contrario
y se negaba a coger arma alguna.
Nosotros nos reíamos con las historias,
con esa rebelión de Zoilo y sus locuras,
y a mi padre le brillaban los ojos de entusiasmo.
¡Ay, Zoilo, Zoilo! — decía.
Los cuentos
En los cuentos de mi madre
había un castillo del que no se volvía,
una fuente con siete caños
y un hombre del saco
que paseaba en los atardeceres,
cuando la luz se esconde tras las montañas,
atento a los niños que vagaban solitarios.
Nosotros seguíamos su voz,
las miguitas de ternura y precaución
que ella iba dejando en el relato.
Se alargaban las vocales en el momento justo,
su entonación descendía
hasta casi apagarse en el suspense
para alzarse luego en el vuelo de sus labios,
con ese colorín, colorado
con el que nos mandaba a la cama.
Juegos
La primavera volaba a ras del suelo.
Como los vencejos,
esquivando las esquinas,
los chiquillos corríamos
planeando con los brazos
sobre el suelo de terrizo.
Volábamos las niñas con las falditas plisadas,
bailábamos a corro,
hacíamos la rueda en el centro de la plaza
o saltábamos a la comba
con cancioncillas de barqueros
y de cocheritos que invitaban a un paseo
al que siempre decíamos ¡no! muy alto.
Pegados los brazos al cuerpo,
por si acaso el aire, entre salto y salto,
nos levantaba el vuelo.
Fuente del Milagro
Y estaba la Fuente del Milagro,
con su agua que nunca se agotaba,
un agua fresca como la risa
de las muchachas que esperaban turno.
Las niñas nos hacíamos las rezagadas,
y con el botijo pegado a la cadera
recogíamos las furtivas palabras,
en las que de vez en cuando
se colaba un beso, el color de unos ojos,
el bombeo de un corazón
con algún nombre de muchacho.
Misterios del amor que compartían
al rubor canoro de la fuente.