lunes, 22 de diciembre de 2025 14:53h.

'Entre maullidos y zureos': segundo movimiento

Publicamos los siguientes poemas de Emilia García

La calle era entonces como la antesala de nuestra casa, una antesala compartida y bullente en la que respirábamos los cambios de estación como animalillos. Llegaba el frío y era brasero, recogimiento, historias contadas por mi padre, los cuentos de mi madre. La primavera llegaba volando, entre juegos, combas y canciones; y el verano era nocturnidad, estrellas y noches de luna, viajes a la fuente, rumores de agua.

Los siguientes poemas dan muestra de cómo vivíamos  los niños esos cambios.

 

El brasero

 

Los inviernos tenían su hora mágica.

Al ocultarse el sol, y al mismo tiempo,

las vecinas con sus braseros

aparecían delante de sus casas.

 

Me maravillaba esa coreografía.

Primero los movimientos pausados,

colocar la leña sobre el picón,

ese cono de vegetal incandescencia,

esa pirámide de madera, de fibra.

Después encender el papel,

la llama que devora y calienta

y acercarla a la base

con pies y manos de bailarinas.

 

Después la pequeña hoguera

atrapada en su burbuja de astillas,

que prende, suspira entre resquicios,

se hace fuerte, se alienta a sí misma.

 

Resplandecían las fachadas

con la noche en las puertas.

Era tiempo de saludos, de bromas,

de correr los chiquillos

al poyete que más calienta.

De juntar las manos cerca de lo rojo,

la lengua que se elevaba

chispeando estrellas.

 

Historias de la mili

 

Alrededor de la mesa

como pequeños satélites,

pequeñas lunas orbitando

al calor de las ascuas y las palabras,

estábamos los hermanos.

 

Mi padre nos contaba historias de la mili,

de aquel recluta que se hacía el loco

y por el que perdían la cabeza y los estribos

los cabos de la compañía.

Zoilo se llamaba

el soldado al que el uniforme

 le quedaba grande,

el que sabía desmayarse y caer

de todos los modos posibles,

el que marcaba los pasos al contrario

y se negaba a coger arma alguna.

 

Nosotros nos reíamos con las historias,

con esa rebelión de Zoilo y sus locuras,

y a mi padre le brillaban los ojos de entusiasmo.

¡Ay, Zoilo, Zoilo! —  decía.

 

 

Los cuentos

 

En los cuentos de mi madre

había un castillo del que no se volvía,

una fuente con siete caños

y un hombre del saco

que paseaba en los atardeceres,

cuando la luz se esconde tras las montañas,

atento a los niños que vagaban solitarios.

 

Nosotros seguíamos su voz,

las miguitas de ternura y precaución

que ella iba dejando en el relato.

 

Se alargaban las vocales en el momento justo,

su entonación descendía

hasta casi apagarse en el suspense

para alzarse luego en el vuelo de sus labios,

con ese colorín, colorado

con el que nos mandaba a la cama.

 

 

Juegos

 

La primavera volaba a ras del suelo.

Como los vencejos,

esquivando las esquinas,

los chiquillos corríamos

planeando con los brazos

sobre el suelo de terrizo.

Volábamos las niñas con las falditas plisadas,

bailábamos a corro,

hacíamos la rueda en el centro de la plaza

o saltábamos a la comba

con cancioncillas de barqueros

y de cocheritos que invitaban a un paseo

al que siempre decíamos ¡no! muy alto.

Pegados los brazos al cuerpo,

por si acaso el aire, entre salto y salto,

nos levantaba el vuelo.

 

Fuente del Milagro

 

Y estaba la Fuente del  Milagro,

con su agua que nunca se agotaba,

un agua fresca como la risa

de las muchachas que esperaban turno.

 

Las niñas nos hacíamos las rezagadas,

y con el botijo pegado a la cadera

recogíamos las furtivas palabras,

en las que de vez en cuando

se colaba un beso, el color de unos ojos,

el bombeo de un corazón

con algún nombre de muchacho.

 

Misterios del amor que  compartían

al rubor canoro de la fuente.