viernes, 26 de abril de 2024 00:02h.

La música de los recuerdos

Cruzaba el puente y miraba al río; llevaba un escaso caudal de agua que dis­curría serena bajo mis pies. No era ese río transparente que yo guardaba en mis recuerdos de infancia, no cantaba el agua saltando alegre entre las piedras blancas que brillaban al sol. 

Cruzaba el puente y miraba al río; llevaba un escaso caudal de agua que dis­curría serena bajo mis pies. No era ese río transparente que yo guardaba en mis recuerdos de infancia, no cantaba el agua saltando alegre entre las piedras blancas que brillaban al sol. Pero era el río que me veía vivir, el que cruzaba cada vez que iba al centro de la ciudad desde mi barrio del Carmen. Cada mañana de domingo, con mi vestido nuevo y mi misal, recorría el Puente de los Peligros para llegar a misa de una a la catedral, donde me esperaba la música excelsa del órgano, que sonaba siempre a esa hora.

Puntual a la cita, cruzaba la puerta de la impresionante fachada barroca y me sentaba en un banco, y entre velas e inciensos y un fervor envuelto en perfumes caros, esperaba impaciente el momento en que esa música solemne irrumpía con fuerza en el silencio sacro de aquella penumbra gótica que iluminaba a capricho el sol que entraba por las hermosas vidrieras. Ajena a la liturgia, oía los rezos, las palabras del cura, que me sonaban lejos; me sentaba, me levantaba, me arrodillaba, me santiguaba y a veces leía el misal; todo como siempre, una rutina aprendida de memoria y sin mucha convicción. En realidad, más que la misa, yo quería oír la música, la maravillosa música que escapaba, con una fuerza increíble, por los más de cuatro mil tubos de ese órgano imponente que me hacía estremecer. La bellísima catedral de Murcia vibraba con las notas solemnes de la Tocata y Fuga de Bach, y yo, sentada en el banco, con mi misal y mi escepticismo a cuestas, me dejaba llevar por el milagro de la música. Cerrando los ojos, con la emoción a flor de piel, pensaba si aquello que oía sería realmente, como decía Salieri de la música de Mozart: “La voz de Dios”.

La música envolvió para siempre este recuerdo de adolescencia que sigue vivo en mi memoria. Cada vez que oigo sonar un órgano, cruzo la barrera del tiempo y me voy, siguiendo la estela de la música, a lejanas mañanas de domingo que me llevaban a mi encuentro con ella. Un puente, un río, una hermosísima catedral y un joven corazón, sensible a lo bello, que latía con fuerza al son de la música. Vestida de domingo, aprendiz de todo, feliz e indocumentada, vulnerable y llena de dudas, en aquel espacio sacro, entre vidrieras e incienso, sólo tenía claro que mi credo era la música.

Atrapada en el tiempo, la voz de Elvis guarda el recuerdo de un amor primero, un párvulo amor que crecía y crecía al compás de la música dulce de una balada. “Es ahora o nunca”, decía el chico de Memphis... Es ahora, ahora y siempre, pensaba yo. Siempre hay una música a mi alrededor que aviva recuerdos dormidos. Momentos felices, intensos, desenfadados..., y tristes, como aquellos que despedían con cánticos gregorianos a mis afectos perdidos. Doña Francisquita me recuerda las plácidas tardes con mi padre oyendo zarzuela. Una ronda castellana me devuelve la risa maravillosa de mi hermana, y el adagietto de Mahler el tacto sedoso de aquel precioso gato que lo oía conmigo dormitando en mi regazo. Los días pasan, el tiempo vuela. Mientras tanto, la música sigue ahí, sonando impenitente una y otra vez. Meciendo recuerdos. Acariciando el alma. Estuve hace unos días en el cine viendo La Traviata en directo desde New York. La soprano, magnífica Violeta, cantaba y lloraba siendo la ‘extraviada’ que sin embargo renunciaba al amor, por amor. Arias bellísimas que me hicieron evocar la primera vez que vi una ópera completa. Fue Tosca y me impresionó toda entera. Su E lucevan le stelle, que cantaba Roberto Alagna amando tanto la vida, me hizo llorar. El bel canto sería desde entonces uno de mis gozos irrenunciables. La música me eleva y me conforta, y guarda mucho de mi tiempo. 

Oigo la Tocata y Fuga mientras escribo; vuelvo a cruzar el puente, vuelvo a mirar al río, vuelvo a la catedral y a la liturgia. Vuelvo a la música excelsa que me ensanchaba el alma, y al escepticismo adolescente que fue creciendo como mi amor por ella.