jueves, 25 de abril de 2024 00:00h.

La Navidad dormida

Columna de Margarita García-Galán

Pienso en sacar el árbol, el belén, los adornos na­vi­deños que vestirán por unos días el espacio en que vivimos, y me da pereza. Mucha pereza. Pensaba que este año sería dife­ren­te, que la pandemia se ha­bría ido, por fin, y po­dríamos retomar esa rutina de luces y tradiciones que nos alegra y nos entristece a un tiempo. Que nos devuelve lejanas emociones y esa nostalgia inevitable que duerme en el tiempo y se despierta, quieras o no, al compás de la música de los recuerdos. Pero el virus insolente sigue aquí, alterando lo cotidiano, mermando de alguna  manera la estética de las costumbres. Su sombra ancha impone su ley y, a pesar de las vacunas, tenemos que seguir siendo prudentes si no queremos enfermar. Las reuniones familiares, los actos multitudinarios, las aglomeraciones son un caldo de cultivo cómodo para que siga entre nosotros. Y qué pereza me da pensar en ello. Tener que contar afectos, medir distancias, imaginar la manera de cuadrar momentos evitando riesgos... Si ya la Navidad es para mí un revuelto agridulce de sentimientos, tener que cambiar su rutina me desconcierta y apaga mi ánimo. 

Decía García Márquez que lo mejor de la Navidad es “la oportunidad para poder regresar, impunemente, a la época en la que el mundo podía echarse a andar con sólo enroscar la cuerda de un juguete mecánico”. Lo decía cuando yo aún no sabía de casi nada, cuando era feliz jugando con una bruja imaginaria, extasiándome con los sonidos, los aromas, los colores de ese tiempo de nieve y chimeneas que discurría en paz entre la tradición y los aires de sierra. Entre la pereza y el inevitable ramalazo de nostalgia, vuelvo impunemente al mundo sencillo que se echaba a andar entre gente entrañable que preparaba sin lujos su Navidad. Zambombas y panderetas calentaban el ambiente frío de diciembre, endulzado con esos mantecados irrepetibles que se hacían a fuego lento en el horno de la panadería. Echar a andar, crecer entre esos aromas, con esas músicas, con ese ambiente amable de vecinos que lo compartían todo: su pobre­za, su riqueza, su alegría, su dolor, las uvas de su parra, el pollo de su corral, los higos que se secaban al sol de sus tejados... Echar a andar en ese mundo autén­tico, sin frivolidades ni etiquetas, imprime carácter. La sopa de la abuela, la carne con su receta inamovible, los platos de loza, el mantel bordado con flores de ilusión por mozas casaderas que soñaban un futuro... Es la Navidad dormida, que se despereza, aunque no quieras, cada diciembre. La recuerdo ahora, en este tiempo insólito de miedos y restricciones que nos ha cambiado el ánimo y las costumbres, y pienso con desgana que me da un poco igual si beben los peces en el río o si en el portal de Belén han entrado los ratones; la Navidad se me ha desdibujado, ha perdido la magia a pesar de esos elfos gazmoños y artificiales que se empeñan en que sigamos creyendo en ella. A pesar del brillo de alrededor, de las calles cuajadas de bombillas, la realidad nos pone delante las sombras y los árboles no nos dejan ver el bosque encantado.

Entre la pereza y el desencanto vuelvo a enroscar la cuerda del juguete, y con ojos de niña me dejo llevar por lo que fue tan hermoso y ya no lo es. Comparto el sentir del escritor que me aficionó a leer y a buscar, con su realismo mágico, la belleza de las cosas. Da igual en qué tiempo sea; da igual si es algo tangible o sólo un recuerdo vivo. La Navidad dormida despierta mi nostalgia. Las mascarillas, el miedo a las distancias cortas, a los abrazos largos que ya no nos damos tan alegremente, ponen los límites al ceremonial y  marcan la pauta en este tiempo desapacible que quiere ser de concordia y siempre me empuja a mirar atrás. A buscar el juguete mecánico para sentir la magia. Y vuelvo a los riscos nevados, al humo de las chimeneas, al olor de la leña, al frío de las calles, al calor de hogar. Y vuelvo a la bruja que hilaba, incansable, debajo de una piedra blanca vestida de musgo. No era un elfo, no la vimos nunca, pero estaba allí, como la Navidad, porque creíamos en ella.