sábado, 20 de abril de 2024 00:26h.

La trompeta infinita

Chet Baker, nacido en Yale (Estado de Oklahoma, en 1929), se inició en la música con un trombón que le regaló su padre en la adolescencia, pero que cambió por una trompeta porque éste resultaba demasiado grande para él. Aunque su primer aprendizaje en música la recibió en el instituto, su formación musical fue puramente intuitiva.

Trompetista, cantante, músico de jazz, se convirtió en exponente del estilo cool, el jazz de la Costa Oeste  (EEUU) de los años cincuenta.

En muchas de sus interpretaciones, las maleables notas de su trompeta me sugieren la contemplación de un atardecer lento, cuando ya el cielo es sangre licuada con vetas de oro puro y el sol aún se resiste a desaparecer tras las cumbres; aunque podría parecerse también a la noche sumergida en penumbra abisal. Entonces, me convierto en espectador fascinado que espera más música, más talento y el mejor virtuosismo; porque se ha desintegrado el miedo a la oscuridad.

El fraseo de su trompeta es diálogo introspectivo, conversación en susurros con algo que está más allá de nuestras miradas indagadoras, y a lo que no importa ser escuchado en sus manifestaciones más íntimas. El alma es inexplicablemente ajena a las censuras, de modo muy especial cuando hace uso del lenguaje de la música. Pero, sobre todo, es una actitud de distanciamiento del mundo. Un transitar de puntillas y ‘sendérico’ hacia la infinitud para que el mundo no sepa de su alejamiento y al demonio que le habita no le sea posible retenerlo. Como Hölderlin, Kleist o Nietzsche (cada uno de ellos con su singular musicalidad), Chet Baker se enfrenta al dolor nebuloso de su alma con la impotencia del genio que no consigue alcanzar la divinidad, lo que quiera que esto sea y donde quiera que se encuentre, y que siempre vislumbra en el horizonte la autodestrucción como recorrido último, como meta final e ineludible. Su tránsito hacia ese final es conflictivo, doloroso, y en ocasiones carcelario. El labio superior se lo partieron en una paliza relacionada con el mundo de las drogas y hubieron de fabricarle una embocadura a la medida de su lesión para poder seguir usando la trompeta. 

El metal de su música es maleable, dúctil, lava interior que se derrama aparentemente sometida a la voluntad, apacible. Pero cada nota carga con fragmentos de su insoportable dolor, dolor del alma que se afronta en la más absoluta soledad desprovista de cualquier esperanza por alcanzar la fusión con el cosmos, pese a su extensísima discografía y conciertos.

El 13 de mayo de 1988 fue encontrado sin vida en una calle de Ámsterdam, en posición fetal y con lesiones graves en la cara y en la cabeza, justo debajo de la ventana del hotel donde vivía en ese momento. Esto hizo suponer que no murió al instante. Tampoco quedó claro si saltó al vacío de forma voluntaria o fue arrojado. Tenía 58 años. Quedaba cumplido el oscuro sueño del genio. O eso me parece. Nos dejó su música. Un sendero itinerante para tratar de entender al creador y descifrar el dolor de su alma toda.

Se sigue oyendo su trompeta en las noches insomnes; en los crepúsculos esperanzados; cuando la angustia vital se anuncia y no hay lugar donde esconderse.