Músicas ilusorias, pero ciertas
Se le ve el plumero al pavo real cuando exhibe su plumaje y alardea de colores irisados. No es contemplación para nuestros ojos, sino para las hembras de su especie; eso dicen.
Simultáneamente, me vienen imágenes de pavos corriendo aterrorizados, perseguidos en cocinas, patios o corrales, por manos que blanden cuchillos afilados. Pero estos no son reales. Son sólo pavos muertos de miedo que se preguntan por qué sus perseguidores no celebran de otro modo sus comilonas festivas, atroces. Creo que tampoco entienden cuando oyen decir “estás en la edad del pavo”. Cuando están en paz y se sienten a salvo, gluglutean, que es la música que Natura les ha concedido para sus momentos festivos.
Danza la bailaora arremolinando la cola de su vestido, que la sigue con cada paso como estela de cometa en la lejanía del espacio. Con el compás que le marca la guitarra, contorsiona las manos estirando y recogiendo sus dedos, en todo derredor de su anatomía, como si estuviese acariciando el ‘cuerpo de luz’ que la envuelve y siguiera sus dictámenes procedentes desde algún lugar del cosmos, donde habita la música. Se ha hecho unos zarcillos con las castañuelas de la jacarandá, que ‘claquean’ con cada giro de su danza y convierten el instante en música irreal, pero muy cierta.
Con su melodía particular, personalizada, que suena diferente a las otras, sueña el afilador que le siguen por las calles del barrio largas filas de vecinos solicitando sean afilados cuchillos y tijeras con la exclusividad de su talento. Sueña el afilador que su pequeña flauta de plástico tiene el mismo poder que la del famoso flautista que se llevaba los ratones de la ciudad. Su música nadie la ha escuchado nunca, es lo que tienen los cuentos, pero nuestro afilador, como músico callejero habituado a todos los sonidos de la ciudad, tiene la certeza de que las notas de su flauta es música que procede de la dimensión donde se fraguan las cosas mágicas del mundo.
Entonaba mi padre canciones, que nunca acababa, unas veces silbando, otras tarareando. Siempre los primeros versos, como una evocación de su alma que sólo él podía descifrar. Para los demás, tal vez pareciera un estornudo anónimo del que nadie conociera la causa posible. Mucho después, la retrospectiva me susurra acerca del misterio de oír cantar a alguien que vivió tantas penas a lo largo de su existencia, desde niño hasta el último aliento, y que se fue con un trocito de guerra en su costado. Cantaba siempre lo mismo, como si fuera una bocanada de vida extra que desgajaba de la dimensión que le habitaba. Sí, cantaba siempre los mismos versos, con una fijación de admirador impenitente, pero cada vez, todas la veces, parecía canción recién estrenada:
“La noche que me quieras / desde el azul del cielo / las estrellas celosas / nos mirarán pasar”.
Jamás lo confesó en voz alta, pero en esa retrospectiva antes mencionada, yo supe que le cantaba a su compañera, mi madre, que se fue joven y preciosa.
Hacer música o cantar a los que se han ido es devolverles a esa envoltura cálida y amorosa de entre las estrellas, desde las que todos procedemos:
“Y un rayo misterioso / hará nido en tu pelo / luciérnagas curiosas que verán / que eres mi consuelo”.
No trato de restar méritos a quienes -se piense lo que se piense- después, formaron parte de esta ecuación humana y amorosa. In memoriam.