viernes, 26 de abril de 2024 13:54h.

Inmoralismo y música

Enmudecieron las voces de los niños cantores de Viena (entre otras). Hace ya algún tiempo, desde Occidente se venden rudimentos de música como quien pregona naranjas en un mercado persa: anodinas, reiterativas, vaciadas de sustancia y virtud. 

La gran industria ha atrapado con sus tentáculos el arte de congregar notas en armonías sonoras y artistas de la palabra poética y despertadora: solazar con bajo coste al rebaño. “Oremus pro música”, que diría Santa Cecilia.

Es ahora, en esta vigencia de fugacidad caduca, cuando el inmoralismo se engalana con prendas caras; que exhibe máscaras de mediocridad con denticiones perfectas con sonrisas ensayadas. Que alude a la perversidad como única salida de emergencias. Y, al otro lado de la puerta, encontramos bárbaros a cara descubierta con su traje a medida y la garrota, ‘quemando libros’.

Ahora, que ya es ayer olvidado por in­de­seado, reviven a la in­moral momia y su podrido aliento. Cuan­do el uso y la costumbre se convertían en norma, la norma en ley y daba fe el notario en la escritura, la codicia parecía una tormenta lejana con relámpagos que tardaban en resplandecer; porque la palabra dada era palabra sagrada y se temían del ‘Cielo’ las consecuencias.

Ahora, que la alegría se establece por decreto enmascarado de economía; cuando más duele estar en el rebaño porque su aliento no deja oler el azahar o la temprana brisa de la mar, ni permite gastar la luz sin apremios. Porque el inmoralismo, ahora, está despertando en dios omnipresente, con escasa oposición de palabras y músicas.

Se ha desplegado una red de escaparates donde admirar el reflejo de narciso en un río sin agua, en un bosque sin árboles, bajo un cielo con nubes de almacenaje incierto. 

Dueño del futuro, el inmoralismo pone en pie sus heraldos, demonios encarnados venidos de los ínferos. Ciegos de contemplar el fulgor del oro. Mudos, sordos, ataviados de poder siniestro, que se sirven de una inteligencia inventada para fiscalizar sueños y exhalaciones. Hasta los muertos pagan plusvalía (no es una metáfora): consternación con impuestos. Y tanta es la obsesión por lo fausto, que nos ofertan convertir en diamantes las cenizas de nuestros difuntos. Nos hacen pagar comisión por disponer de lo que es legítimamente nuestro: Hay un ‘tío Gilito’ en la trastienda de cada sucursal. 

El inmoralismo es una calima sin banda sonora que se desliza sigiloso y alienador en todos los recintos, hasta en los contornos de nuestra lengua, donde hay un cementerio de palabras olvidadas y reemplazadas por anglicismos resultones. Y a quien no los use, se le destierra de la manada.

Nos queda la música, y cogida de su mano la poesía, como amantes inseparables y cómplices en el transcurrir de la existencia:

Mírales. / Cuánta hermosura/ cuando van por la vereda. / Gorjean en la arboleda / aves tocadas de albura.

Me mueve la necesidad de invocar una vez más el luminoso pensamiento de María Zambrano, cuando hace alusión al inmoralismo de Occidente (ahora global, a nuestro pesar), en Algunos lugares de la poesía. Pero nos sugiere un futuro esperanzado con la vuelta de los aedas: “La música parece que va a ser, más que nunca, interestelar, escala, diapasón de los espacios imposibles de ser vividos por el hombre”. Así sea.