Concierto de mirlos

No comprendo. Siento una cierta confusión. Hace ya algunas fechas que la primavera se nos viene anunciando, con un verde más pálido que el que guardo en la memoria.

Y mi organismo, en su ser y en su estar no cesa de hacer preguntas: “¿Es que ya llegó el verano? ¿Acaso se deslizó sigiloso el cuarenta de mayo sin que nadie lo haya detectado? ¿En qué andábamos distraídos? ¿Es que Natura juega a hacer variaciones en el ritmo estacional? ¿O somos nosotros los que, creyéndonos músicos, hemos alterado el tempo llevándolo a un allegro insensato?

Los mirlos son aves privilegiadas. Todas las tardes nos entregan sus sinfónicos parlamentos desde las copas cercanas a nuestros ventanales. Son admirables, virtuosos, in­cansables. Y todo ello sin haber puesto en­tradas a la venta; go­zando de un aforo que ofrece sus oídos incondicionales: los nuestros. ¿Sabrán estas aves que aún es primavera? ¿Que a pesar de las variaciones opacadas del brillo en los verdes y la ausencia de caída de agua desde el cielo, como era costumbre hasta ayer mismo, aún es primavera? Parece más que probable que su música sea -como lo ha sido siempre- reclamo amoroso, lealtad inquebrantable a la vida. En algún momento me tomo la libertad de interpretar algunos de sus acordes intercalados, que mi oído juzga diferentes, y considero la sensación que me asalta como que, entre silbos cariñosos, deslizan mensajes de inquietud por el excesivo calor en la fronda donde juegan y se abrazan. Sólo se escucha un repetido bisbiseo nervioso, sin música. Y es que esta tarde tórrida, mientras surgen estas palabras, no cantan; parece que no estuvieran, como si una voz que deambula por el éter estuviese anunciando: “Se suspende el concierto por altas temperaturas”. Cabe esperar que se muestren con la ‘fresca’, como los vecinos cuando sacan la silla de anea a la puerta de casa. La luz se va atenuando y no llega el frescor esperado. El cielo se ha oscurecido y se nos muestra salpicado de luciérnagas lejanas. Ni rastro de los músicos de plumaje oscuro. Tal vez se muestren en los primeros momentos del nuevo día. 

Hubo primaveras en las que salíamos a la calle, aún de noche, para ir a trabajar, y la música de los mirlos madrugadores era infinitamente más estimulante que la que se enciende en el coche para hacer menos tediosa la incorporación a la rutina. Qué tienen esas notas que me son imposibles de comparar con instrumento alguno. 

Vive en los Alpes fran­ceses un ornitólogo apasionado por el canto de las aves que, desde 1975, se ha dado a la tarea artesanal de fabricar con sus manos rudimentos de madera (materia orgánica mu­si­cal) capaces de re­producir con fidelidad el trino, canto o gorjeo de una amplia diversidad de aves; piezas únicas y artesanales. Para quienes quieran satisfacer la curiosidad, les remito a: www.canto-pájaros.es. Con­si­dero digno rescatar del anonimato a personas que con su conocimiento y talento nos acercan a esa otra dimensión de la música existente en nuestro siempre asombroso planeta.

No quiero cerrar esta reflexión sin incluir en el pensamiento a las zancudas, ánades y demás especies acuáticas cuya supervivencia depende de esas amplias superficies con agua que llamamos humedales, y que cada año ocupan con su música pajarera, pacífica y amorosa. 

Un ejemplo a seguir frente al masivo desplazamiento humano.